Recordó que Dana le había dicho que, por las tardes, después del almuerzo y cuando jugaban en los jardines del hogar, había visto cómo unos chicos más grandes se escapaban por un agujero que habían hecho en un alambrado, para entrar y salir de las instalaciones. Maximiliano le pidió a su hija que no se acercara a ese lugar, pero rogaba que hiciera caso omiso y apareciera por allí antes de que lo descubrieran. Justo cuando ya temía que tendría que entrar a buscarla, la vio aparecer solitaria y curiosa entre los árboles que ocultaban aquella vía de escape. Dana corrió a abrazarlo cuando lo vio del otro lado, y, a pesar de ser muy pequeña, entendió que aquel «Vámonos» era una emergencia.
Se dieron a la fuga por las calles de la ciudad y no pararon hasta llegar a la terminal de autobuses. El destino que Maximiliano tenía en mente les llevaría al menos un día, pero tenía que llegar como pudiese a la frontera. Al salir de Buenos Aires, había dejado su teléfono móvil en uno de los autobuses que iban al norte, esperando así despistar a los perseguidores y tener más tiempo para llegar a Chile. Debía cruzar antes de que la alerta de secuestro fuera notificada a nivel nacional y tanto su rostro como el de la pequeña aparecieran en todos los noticieros. Tampoco podía abordar ningún autobús, ya que sería lo primero que buscarían. Así que caminó por las calles de la ciudad, acercándose de vez en cuando a algún auto que pudiera abrir con facilidad. A esas alturas, ya no le importaba robar; tenía que conseguir un transporte para llegar hasta San Luis. Allí dejaría el auto abandonado para pasar la noche en casa de un viejo amigo que había conocido años atrás, cuando trabajó de camionero y juntos rescataron a unos cachorros abandonados en la carretera. No estaba seguro de recordar dónde vivía aquél buen hombre, ni si los recibiría esa noche; pero si alguien conocía a la gente del lugar y podía encontrar a alguien que los hiciera pasar la frontera, era él.
Merodeó largo rato entre los autos hasta que divisó un Chevrolet Corsa color plata estacionado en un lugar solitario; eso le permitiría forzar la cerradura sin llamar la atención. Dejó a Dana sentada en las raíces de un árbol junto a la berma y, como un sigiloso zorro, se enfocó en abrir el auto rápidamente. Se alegró de no haber perdido la práctica de sus días en la carretera, cuando muchas veces, debido al sueño, dejó las llaves dentro del camión y tuvo que aprender a abrirlo por sí solo. Subió a Dana en el asiento trasero y echó a andar. Cuando se alejó lo suficiente, se detuvo para sacar las placas patentes y tirarlas al costado del camino. Les esperaba un viaje de más de nueve horas.
Cada tanto, Maximiliano se orillaba para mojarse la cara, y Dana dormía como un bebé. No había hecho preguntas ni reclamado nada. Se limitó a mirar por la ventana, absorta en sus pensamientos con una expresión triste, hasta que el sueño la venció.
Observó por el retrovisor y, con los nudillos blancos de tanto apretar el volante, deseó con fuerza que esa mirada se convirtiera en una llena de alegría y se propuso lograrlo a como diera lugar.
Continuó su viaje en carretera, sumido en un profundo sopor, y luchaba por no dormirse en la ruta, ya que no había descansado casi nada y su cuerpo aún dolía pese a la cantidad de analgésicos que llevaba encima. Las horas se hicieron eternas; había pasado mucho tiempo desde que manejara por tanto tiempo en la carretera. No entendía cómo pudo llevar esa vida durante tantos años, pero de no haberlo hecho, no habría coincidido con Fabiola. Ella andaba de mochilera y él le dio el aventón que los hizo conocerse; por consiguiente, le obsequió la oportunidad de llegar hasta la pequeña luz que le había cambiado la forma de ver la vida.
Al ingresar a la ciudad de San Luis, pudo reconocer algunas calles a pesar de la penumbra de la madrugada. Tras un par de vueltas erráticas, ubicó el frente de la casa del viejo. Para ese hombre nada había cambiado; fueron sus mismos animales rescatados los que dieron la alerta y le avisaron que alguien llegaba de visita. Se veía más viejo y deteriorado; arrugó los ojos para enfocar la visión cuando salió a la puerta. Cuando lo reconoció, esbozó una amable y cálida sonrisa, la misma que recordaba de aquellos días cuando pasaba de camino y le dejaba alguna ayudita para sus queridos animalitos y para él. Le contó que no andaba solo y el viejo, al ver los hematomas de su rostro y a la nena durmiendo en el auto, les hizo pasar sin dudarlo. Se notaba la necesidad en el interior de la vivienda, pero abundaba el amor. El viejo hizo callar a los perros para que no despertaran a Dana, y asombrosamente, los animales quedaron en completo silencio, moviendo las colas, jadeando y mostrando su sonrisa perruna. Señaló un sillón en el que había tendido una sábana limpia para que la niña pudiera dormir. Maximiliano la depositó con delicadeza; los gatos se acercaron a olisquearla antes de irse luego de saciar su curiosidad. Mientras tanto, el viejo calentó la pava para compartir unos mates mientras escuchaba atentamente el relato sobre la huida de su joven amigo.
Cuando Dana despertó, no sabía si era un sueño o estaba en el paraíso de las mascotas. Para sus tiernos ojos, había llegado al lugar más maravilloso del universo cuando un montón de colas le dieron los buenos días, moviéndose de un lado a otro y mirándola con ojos llenos de interés y curiosidad. Las risas infantiles y los ladridos de los perros despertaron a los hombres, que habían estado conversando casi hasta el amanecer. Grata fue la sorpresa de Maximiliano cuando vio a su hija acercarse corriendo a toda velocidad hacia él, con una enorme sonrisa y gritos de nerviosa alegría, porque los canes la perseguían como si estuvieran jugando a pillarse. La tomó en sus brazos para que no le cayeran encima y pudo disfrutar de esa maravillosa sensación de compartir una sencilla, pero sincera felicidad.