Toda esa algarabía le ayudó a abstraerse de la impaciencia que sentía mientras esperaba a la persona que el viejo le había dicho que podría llevarlos al otro lado de la cordillera, obviamente a cambio de una buena paga y sin ser revisados en el paso del «Cristo Redentor». El contacto era un policía chileno retirado que se había radicado en Argentina y frecuentemente viajaba a Chile para visitar a su familia. El hombre había trabajado en ese paso fronterizo por décadas hasta que se jubiló. Tenía una amistad de años con el viejo y le debía la vida, así que no se negaría a ayudar a Maximiliano si se lo pedía. Sin embargo, no lo haría sin recibir una módica suma, pues el riesgo era considerable, más aún sabiendo que podrían estar buscándolo por el secuestro de una niña.
Cuando el policía retirado llegó, negociaron compartiendo un fernet con cola; el viejo, astuto, sabía cómo sensibilizar a su amigo, y dio resultado. Finalmente, aceptó lo que se le ofrecía, que era todo lo que había. Así acordaron la partida para el siguiente amanecer, un nuevo viaje lleno de incertidumbre. Maximiliano no tenía mucho dinero, pero compró comida y artículos de aseo para Dana y él. Cuando llegaran a Chile, quedarían por su cuenta en Los Andes. Desde allí, Maximiliano debería buscar la forma de llegar a Santiago por sus propios medios.
No sabía si ella lo recibiría si le avisaba, no después de cómo la había tratado esa última vez; seguramente le cerraría la puerta en la cara. Pero era la única persona en la que podía confiar, la conocía y sabía que era una buena mujer. No podía juzgarla si lo odiaba, pero ahora la necesitaba y haría todo lo posible para reivindicarse.
El ex policía consiguió las ropas de uno de sus nietos y le pidió a Maximiliano que las pusiera a Dana y le cortara el cabello para que pareciera un niño. La pequeña accedió a las súplicas de su padre entre sollozos, pues su hermosa melena castaña era lo que más le hacía recordar a su mamá. Fabiola la peinaba a diario y le decía que, aunque era idéntica a su padre, eso era lo que más la hacía parecerse a ella.
Al salir el sol, abordaron el auto y se sumieron cada uno en la profundidad de sus pensamientos, casi sin pronunciar palabras por los nervios, mientras su vista se perdía en el asfalto de la carretera hasta que llegaron a la guardia del paso fronterizo. Maximiliano no paraba de sudar y limpiarse las manos en las rodillas de sus jeans. Miró hacia el asiento trasero y agradeció que Dana se hubiese dormido; se había puesto nerviosa cuando el hombre que estaba sentado a su lado había hablado sin consideración hacia la niña, mencionando lo que pasaría al llegar al control fronterizo y cómo la haría pasar por uno de sus nietos y a él como su yerno. Sabía quiénes estarían de guardia, los conocían tan bien que, al verlo, nunca le pedían los documentos, o si se los pedían, parecía que los miraban, pero en realidad apenas los detallaban en medio de la animada conversación.
Sin embargo, al acercarse a la fila de autos, el viejo policía notó que había mayor dotación y que estaban revisando el interior de los vehículos con más énfasis que en otras ocasiones. Supuso que ya habían emitido la alerta de secuestro y, con un sonido de preocupación desde la garganta, le pidió a Maximiliano que se acomodara el gorro para cubrirse lo que pudiera. Con suerte, la incipiente barba que le había crecido lo haría parecer algo diferente. Al llegar al puesto de revisión, el hombre soltó el aire al reconocer al oficial y, al quedar frente a la ventanilla, le dio un efusivo saludo, incluso bajándose del auto para abrazarlo.
—¿Cómo te trata la vida, hombre? ¡Tanto tiempo sin vernos! —exclamó con algarabía mientras cubría con su cuerpo macizo la visión del policía que sonreía y trataba de identificar quiénes iban en los asientos.
—Muy bien, Lautaro, aquí con ganas de que termine el turno para viajar a casa y llegar para Navidad… ¿Y tú? —respondió Juan.
—Excelente, Juan. Afortunadamente, todo va de maravilla. Voy a buscar a mi hermana para que pase las fiestas con mi familia, además aprovecho de comprar algunos regalos que mi yerno y mi nieto quieren llevarle a mi esposa y mi hija —señaló con un leve movimiento de su rostro hacia el auto, mientras seguía interfiriendo con la visión del oficial.
—Sí, está muy congestionado el paso hoy… Todos están yendo a comprar a último momento. Y de paso se emitió orden de cateo parece que por el secuestro de una menor—sonrió y volvió la mirada al viejo que le entregaba las identificaciones, tratando de mostrarse completamente relajado, mientras un segundo guardia se acercaba al auto para mirar por la ventanilla trasera, justo donde Dana reposaba su cabeza mientras dormía.
Maximiliano sintió como se le aprisionaba el pecho al ver de reojo cómo el policía contemplaba la cara de su hija. Tenía que hacer que se alejara de la ventanilla, pero ya Lautaro le había advertido que no dirigiera la atención sobre sí mismo. Sus nervios se descompusieron cuando Dana empezó a moverse poco a poco; ella abrió los ojos para despertar y giró la mirada encontrándose con la del policía que le sonreía amistosamente. Su expresión relajada se transformó en una completamente aterrada. Se levantó de un salto y buscó inmediatamente a su padre para ser contenida en sus brazos. El policía se incorporó incómodo, no esperaba asustar al chico que había visto tan plácidamente dormir y que le evocó recuerdos de su propia niñez. Lautaro, que había observado la situación, mantuvo en todo momento su aparente tranquilidad y cordialidad, distrayendo al uniformado que tenía los documentos de su nieto y su yerno, que no se parecían en nada a los dos que iban en el auto.