En busca de Libertad

Capítulo 6: Recordar

San José de Maipo, Chile

Los días frescos no eran del agrado de Libertad, pues le hacían recordarlo. De vez en cuando, aparecía en sus pensamientos al escuchar alguna canción o al ver una noticia del país vecino. Pero cuando el día se nublaba, acostumbraba servirse un "mate submarino", como él lo llamaba, burlándose por lo mal que lo preparaba. Se sentaba con la bebida entre las manos, se quedaba contemplando las hojas de los árboles moverse con el viento, mientras dejaba que su mente se sumergiera en los recuerdos

Encendía la lista de reproducción que había atesorado con cariño, aquellas canciones que él le había interpretado y grabado solo para ella. Su voz, suave y grave a la vez, flotaba en el aire como un eco distante que la arrastraba inevitablemente a esos días en los que, a pesar de la distancia, sentía que no había nadie más en el mundo.

Se conocieron de manera casual, cuando una amiga en común los presentó mientras jugaban en línea. Al principio, solo compartían conversaciones triviales sobre video juegos, pero poco a poco, se fueron dando cuenta de que tenían muchas cosas en común. Las largas sesiones de chat se convirtieron en mensajes diarios, luego en llamadas, y, finalmente, en una conexión que iba mucho más allá de las pantallas. Las conversaciones se extendían más allá de la medianoche, hablando de música, películas, y sobre todo, de los sueños que ambos compartían. Libertad, con su espíritu inquieto, encontró en él una mente afín, y Maximiliano, con su toque artístico y sensible, se ganó un lugar en su corazón.

Lo había esperado durante meses luego de aquel viaje, pero él nunca más la llamó. No hubo más mensajes ni conversaciones que duraran horas. El tiempo ya no se detenía, como sucedía cada tarde, cuando a pesar de la distancia física, la comunicación la hacía sentir insignificante. Intentó escribirle, pero ninguno de sus mensajes llegó a destino; él había desaparecido como un espejismo, como si su existencia espectral se hubiera desvanecido. Aún se le apretaba el pecho cuando la memoria la traicionaba y le devolvía la imagen de sus ojos negros, indiferentes, rechazando su presencia. Con el tiempo, dejó de ser un recuerdo para convertirse en una pesadilla.

Su día, como todos los otros, comenzaba muy temprano con los quehaceres. Había rehecho su vida después de la decepción con Maximiliano. Al regresar de Argentina tras aquel encuentro fallido, decidió mudarse al Cajón del Maipo, un lugar a las afueras de Santiago, rodeado de bosque. Alquiló una casona antigua que no tardó en remodelar para convertirla en un acogedor hostal. Había dado con el lugar casi por una confabulación de suerte y mal augurio, pero supo aprovecharlo. La gente del lugar, al ver la casona deteriorada y saber que la pareja de ancianos que allí vivía había sido encontrada varios días después de haber fallecido en soledad, comenzó a decir que sus almas penaban allí. La inmobiliaria no había podido alquilar el lugar y, cuando ella los contactó, logró negociar un buen precio.

Sí, la presencia de los abuelitos se sentía en cada rincón, pero tras una vida de soledad, les sentó bien la compañía y con los días, dejaron de molestar. El jardín se recuperó rápidamente, y las flores adornaron el lugar como por arte de magia. Las personas que llegaron a ofrecerse como mucama y jardinero encontraron el aviso en sus peores días, y cuando Libertad los contrató, respondieron con gratitud y entusiasmo. Sin darse cuenta, el hostal se puso en marcha, y poco a poco la nostalgia por la ausencia de Maximiliano fue desapareciendo.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la sirena de la patrulla de Lucas. Apagó la música y, tras dejar el mate sobre la mesita junto al ventanal, salió a recibir la visita de quien, desde hace solo unas semanas, se había vuelto su novio. Lucas había sido su amigo durante meses, ayudándola en todo lo que necesitaba desde que llegó a aquel lugar remoto. Juntos arreglaron el cerco y la iluminación de los alrededores.

Cuando estuvo sola, antes de contratar a Doña Luisa y a Germán, el jardinero, Lucas vigilaba las noches para darle tranquilidad. Había estado en cada situación difícil, apoyándola siempre. Lo encontraba atractivo y había llegado a quererlo, pero no lo suficiente como para sacar de su corazón a "ese argentino", como Lucas solía decir cada vez que la veía llorando por él. Esta vez no fue la excepción: al ver sus ojos hinchados y húmedos, sintió hervir la sangre, pues aquel hombre era el peor de los fantasmas que rondaba la vida de la mujer que tanto amaba. En más de una ocasión, cuando Libertad había bebido, le contó sobre su pena de amor. Lucas tenía la esperanza de hacerla olvidar aquel desengaño con sus atenciones y compañía, pero cuando ella se sentía nostálgica, era imposible atravesar los muros que su corazón levantaba. Así estaba ella en ese momento, distante otra vez, evitando sus besos en un saludo más frío que la brisa que corría.

—Mi mamá te mandó pan de pascua. Está muy entusiasmada de recibirte para la cena de Navidad… ¿Pudiste ver quién podrá quedarse a cuidar el hostal mañana en la noche? —comprobó en el esquivo de su mirada que aún no había resuelto nada.

—No, no… Aún no hablo con Don Germán, pero ahora mismo le digo. Te prometo que estaré en la cena con ustedes —lo decía con la mejor de las intenciones. En su interior hubiese querido negarse, pero sabía que Lucas se molestaría por días.

Quizás inventar una indigestión sería una buena opción para no ir, pero seguramente él no la dejaría sola y tendría que pasar la Nochebuena sentada en el inodoro, con Lucas al otro lado de la puerta, preguntándole si se sentía bien. Ya se había comprometido y, por más deseos que tuviera de quedarse sola tomando vino y viendo una película emotiva de Navidad, no podía evitarlo; era imposible no ir. Afortunadamente, un llamado por la radio lo hizo partir abruptamente. Arrastrando el alma, se adentró en su santuario personal para seguir con las labores del almuerzo para los turistas que se habían registrado por la mañana.




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