Los Andes, Chile.
Después de unas siete horas de viaje desde de San Luis, pudieron sentirse seguros al otro lado de la cordillera. Estaban en Chile y ya nadie los podría capturar, al menos eso quería creer Maximiliano.
Se detuvieron en una pequeña cocinería al borde del camino. El aroma a comida caliente inundaba el lugar, y Dana no pudo evitar lamerse los labios con expresión hambrienta. Maximiliano sintió un nudo de culpa en el estómago al imaginar que, si las cosas no salían como esperaba, tal vez esa podría ser la última comida caliente que su hija tendría en días. Mientras Dana devoraba su almuerzo con entusiasmo, él apenas tocó su plato. La angustia le cerraba la garganta, y en cada bocado se sentía como un peso en el estómago.
Lautaro, aunque era un hueso duro de roer por sus años de servicio, no pudo evitar sentir empatía y preocupación. Había visto que aquel muchacho, aunque un poco perdido, estaba intentando ser un buen padre para esa niña y por su experiencia, sabía lo difícil que eso resultaba por más simple que pareciera y por más intenciones que se tuvieran.
—Come todo lo que puedas. Necesitarás fuerzas para lo que se te viene, come tranquilo que este almuerzo se los invito yo.
Le acercó al joven un libro turístico de Chile, uno de esos llenos de mapas y guías de transporte. Se lo entregó con un suspiro, consciente de la travesía que les esperaba.
—Toma muchacho, te servirá para orientarte en Santiago, es de algunos años y algunas cosas han cambiado, pero para lo importante te servirá —le dijo con tono serio. Luego, mientras Dana mordisqueaba un trozo de pan, el viejo comenzó a contarle algunas particularidades del país. Le habló del centro de la ciudad con sus bulliciosos alrededores llenos de extranjeros ambulantes, del caos del tráfico y de las zonas donde debía estar alerta por los robos, sobre todo en las cercanías del terminal. Maximiliano asentía, escuchando cada palabra con atención. Agradecía los consejos, aunque en realidad cada palabra de Lautaro aumentaba más su ansiedad y desesperación.
Antes de despedirse, el hombre acarició la cabeza de Dana con gesto paternal. —Buena suerte, chicos. Que les vaya bien—. Con un último gesto de despedida, se alejó hacia su auto, dejándolos solos con sus mochilas en la parada de autobuses rumbo a la capital.
Durante unos instantes, padre e hija se quedaron en un extenso silencio, mirando la vía. Dana observaba el entorno con curiosidad, sus pequeños ojos recorriendo cada detalle: las personas que hablaban entre sí, los vendedores ambulantes, el paisaje desconocido que se extendía ante ellos. Escuchaba las conversaciones a su alrededor, entendiendo la mayoría de las palabras, aunque algunas se le hacían extrañas. El acento también le resultaba raro.
De repente, tiró de la remera de Maximiliano, quien se agachó para escucharla.
—Papá, ¿por qué hablan así? —le susurró al oído, con la voz llena de inocente desconcierto.
—Así hablan aquí, hija. También es español, solo que suena diferente. Habrá que acostumbrarse —respondió él, intentando que su tono sonara despreocupado. Pero, mientras decía esto, su mente se llenó de recuerdos. Pensó en Libertad y en lo graciosa que era cuando la hacía enfurecer con sus bromas. Recordó cómo, durante sus conversaciones, ella se llenaba de modismos chilenos y hablaba tan rápido que él apenas lograba entenderla. Cuánto la había querido… y cuánto daño le había hecho en aquel momento, lo que menos podía permitirse era enamorarse, no tenía nada que ofrecerle. Cuando todo en su vida se vino abajo con la recesión, ella apareció con esa mirada llena de ilusiones como si él fuese el hombre más maravilloso del mundo y eso lo aterró. Y, sin embargo, la vida lo había traído de vuelta a ella, a su país, a dónde nunca se hubiera esperado migrar y menos en una situación tan desesperada como la que estaba atravesando. Sabía que presentarse en su puerta sería un error, un error gigantesco. No tenía derecho a pedirle nada, mucho menos su ayuda, pero no le quedaban opciones. Los pocos dólares que había logrado cambiar a pesos chilenos estaban contados, y dudaba si alcanzarían siquiera para los pasajes y los gastos del día.
Mientras el autobús se movía lentamente por la carretera, Maximiliano miró a su pequeña Dana. La niña se había acurrucado en su pecho con sus párpados cerrados y su respiración tranquila. Él le acarició la cabellera negra con suavidad, intentando concentrarse en ese pequeño momento de paz, pero fue imposible, las interrogantes de su situación seguían hostigándolo. ¿Qué haría si Libertad lo rechazaba? La sola idea de quedarse en las calles de un país desconocido con su hija le provocaba un vacío helado en el pecho. «¿Acaso debió pensar mejor las cosas? Era víspera de navidad y solo tenía incertidumbre para ofrecerle a su hija». Cerró los ojos y exhaló profundamente como sacando de lo más profundo de su ser, aquella imagen de lo que hubiera sido la navidad de Dana con sus abuelos.
El vaivén del autobús fue sumiéndolos poco a poco en el sueño. Maximiliano no había dormido bien desde que huyeron de Buenos Aires, y el cansancio comenzaba a pasarle factura. Su cuerpo se sentía pesado, agotado. Dana también parecía estar más demacrada de lo normal; esa mañana, había estado fatigada, y unas manchas rojas le habían aparecido en los brazos y el cuello. Al principio, pensó que eran picaduras de pulga, pero las marcas se habían extendido con el pasar de las horas. Temía que fuera varicela. Intentó tranquilizarse al ver que no tenía fiebre, pero no podía quitarse la inquietud de encima.