Santiago de Chile.
—¡Papá tengo mucha sed! —exclamó Dana, buscando su mochila mientras se giraba para buscarla sin éxito.
—Nos la robaron hija, alguien la tomó mientras fui a buscar el libro al micro—.
Apretó los puños del coraje y, ante la mirada culposa y expectante de Dana, disimuló la frustración que lo comenzaba a agobiar. Trató de mostrar una expresión de paz y seguridad para tranquilizar a la niña, que se sentía responsable de la pérdida de sus cosas. Ahora, más que nunca, le urgía encontrar a Libertad.
Se echó a la espalda la mochila que les quedaba. Después de examinar el mapa y preguntar a otros pasajeros, emprendió el recorrido hacia la dirección del remitente de las cartas enviadas por quien había sido una ilusión fugaz en la que creyó durante su peor momento. Por su mente atravesaba, de vez en cuando, algún que otro recuerdo. Imaginaba cómo habría sido su vida si, en lugar de rechazarla como lo hizo, la hubiera rodeado con sus brazos, tan fuerte como verdaderamente lo había deseado.
Entre divagaciones, caminó por las calles de Estación Central con Dana de la mano, examinando cada tanto los mapas y las rutas de los colectivos a los que los locales llamaban "micros". Cuando encontró la que lo llevaría hasta las cercanías de la antigua dirección de Libertad, se percató de que usaban una tarjeta para pagar el pasaje. Le ofreció al chofer pagar en efectivo, pero este, al notar su acento, lo bajó de forma grosera y despectiva. Otros pasajeros le gritaron improperios discriminatorios, lo que lo hizo enfurecer. Tapándole los oídos a Dana, respondió con unos cuantos insultos.
Una señora muy amable se acercó hasta ellos; había visto lo sucedido y sintió empatía al ver la cara asustada de la pequeña al escuchar cómo su padre se enfrentaba a los agravios de los pasajeros.
—¡Joven, joven! —le llamó con premura, al ver que Maximiliano comenzaba a caminar en la dirección contraria a donde ella se encontraba.
Él se giró, notando que otra mujer en frente le avisaba que lo estaban llamando. Esperó para ver qué le diría.
—Oiga, hijo, vi lo que pasó. Lo siento mucho... La gente a veces es muy ignorante, le pido disculpas.
—No se preocupe, señora. No se disculpe, usted no hizo nada —respondió él, queriendo continuar su camino. Pero la señora lo sujetó del brazo y le extendió una tarjeta de plástico azul.
—Tome, esa no la uso, pero no tiene carga, debe cruzar la avenida para llegar al metro y bajar hasta la boletería para que le ponga plata. Así podrá viajar sin problemas.
El ceño de Maximiliano se relajó y su mirada reflejó un genuino asombro. Al fin algo bueno le pasaba después de tanta desgracia; quizás su suerte comenzaba a cambiar. Le respondió con una sonrisa de agradecimiento a la señora, quien le deseó un buen viaje tras indicarle cómo llegar a la estación de metro más cercana.
Todo estaba lleno de gente. Las aceras estaban repletas y algunos caminaban por la orilla de la calle para evitar ser empujados por la masa de personas que se desplazaban en ambos sentidos, apretados, con bolsas llenas de regalos de navidad para sus familias. Maximiliano tuvo que llevar a la niña en brazos durante un largo trayecto, para que no se soltara de su agarre. Cuando llegaron al semáforo, justo en frente de la estación, y la estampida de transeúntes se dispersó, la dejó en el suelo y la sostuvo de la mano para cruzar.
Tras una mañana ajetreada en la que Libertad trató de sacar de la mente los recuerdos de Maximiliano con las tareas del hostal, partió rumbo a Santiago para comprar víveres y carnes que faltaban. Además de los regalos para Lucas y su madre, lo que había dejado para último momento, pues tenía la esperanza de librarse de aquel compromiso que no se sentía lista para afrontar y al que no era capaz de negarse para no herir los sentimientos de quien se había convencido que con el tiempo llegaría a amar. Eso, si tan solo el recuerdo del trasandino no la atormentara tan seguido, le facilitaría abrir su corazón.
Se maldijo por ser tan estúpida, por albergar, después de todos esos meses, una mínima esperanza. Golpeó furiosa con la palma de la mano el volante y giró la vista hacia el semáforo en rojo, donde los peatones se disponían a cruzar. Y, entre toda esa gente, lo vio. Quedó desconcertada, pensando que sus ojos le fallaban o que había terminado de trastornarse con el anhelo de ver a aquel hombre que no podía sacar de sus pensamientos. Estaba viendo a Maximiliano…
«¡No, no es posible! Él está en Buenos Aires… No hay motivo para que esté caminando en el centro de Santiago y menos con una pequeña niña de la mano».
En su cabeza trató de encontrar una explicación lógica y llegó a la conclusión de que seguramente era alguien muy parecido. Rebuscó en el tumulto de personas al hombre y la niña, pero se perdieron en el caos de la calle mientras luchaba por hallar un lugar para estacionar. Por más que caminó observando detenidamente los alrededores, no logró encontrarlos de nuevo.
Sus sentimientos colapsaron otra vez. Apenas pudo concentrarse en las compras para el hostal, y ni siquiera recordó la velada que tenía esa noche con Lucas y su madre, mucho menos los regalos que se había propuesto comprar para ellos. Ese argentino causaba en ella una colisión de emociones al mismo tiempo... Siempre fue así, desde el primer día en que se conocieron. Se detestaron de inmediato. Él, para ella, era un argentino “agrandado”, pedante, pero a la vez muy interesante; ella, para él, era una chilena insoportablemente amistosa y parlanchina, demasiado sociable para su personalidad desconfiada y reservada. Pero, poco a poco, fue llamando su atención y cautivando con su calidez la frialdad de aquel orco que lo representaba tan bien en el juego como en la realidad.