En busca de Libertad

Capítulo 9: El recorrido

Los vapores y humores que salían por la entrada al subterráneo de la estación de metro hacían que Dana sintiera que estaba entrando en las fauces hediondas y calientes de un dragón. La gente iba y venía apresurada, centrada en su propia urgencia, sin notar su pequeño y delgado cuerpo. Si su padre no la hubiera tomado en brazos, habría sido empujada y golpeada más de una vez. Una sensación de agotamiento comenzó a invadirla; sentía los párpados pesados y ardientes, apenas lograba caminar. Se estaba esforzando por no ser una carga. Ya había notado lo mal que se había puesto papá cuando se llevaron la mochila con sus cosas y cómo se enfureció cuando las personas del colectivo lo insultaron. Si algo no le gustaba era verlo con esa mirada de preocupación y molestia.

El tiempo que pasaron en la larga fila de la estación de metro se le hizo eterno, hasta que finalmente pudieron cargar la tarjeta azul que les habían regalado. Pasaron por los torniquetes, y hubo más espera en el andén, que estaba repleto. Dana aguantaba con todas sus fuerzas, pero un profundo dolor se apoderaba de sus piernas. Afortunadamente, su padre la tomó en brazos de nuevo, y ambos fueron empujados por la estampida de pasajeros que trataban de llegar a sus hogares para la celebración navideña.

No había espacio para sentarse, así que Maximiliano se dirigió a una esquina para recostar la espalda y descansar el peso de Dana. Sintió el suspiro de la niña como un quejido y notó cómo recostaba la cabeza en su hombro, cayendo en la profundidad del sueño.

Todo lo vivido había resultado duro y extenuante incluso para él. No podía imaginar cuán pesado debía ser para el pequeño cuerpo de su hija. La apretó contra su pecho para asegurarla y sintió el calor que irradiaba, demasiado intenso. Las temperaturas no eran tan altas como en Buenos Aires durante el verano; en Santiago hacía al menos ocho grados menos. Podía ser la agitación del viaje o la concentración de gente, pero estaba seguro de que algo andaba mal.

Dana giró la cabeza, quedando con la frente pegada a su cuello. Maximiliano inclinó su mentón y besó su frente suavemente para medirle la temperatura; definitivamente, tenía fiebre. Miró a su alrededor y vio que el sarpullido se había extendido por todo su delgado brazo. La angustia se apoderó completamente de él al escuchar los imperceptibles quejidos que salían de los labios de la pequeña. Observó con impaciencia una a una las estaciones, preguntando a los pasajeros que parecían amigables cómo hacer la combinación a la otra línea que lo llevaría a su destino. Se encaminó entre el tumulto de gente, cargando a Dana con dificultad hasta salir de la estación, angustiado por encontrar una farmacia. Por fortuna, la encontró rápidamente.

—Señorita, por favor, véndame un "Qura Plus de niños" —pidió con voz temblorosa. La vendedora, aprovechando su premura, le ofreció un antipirético de la marca más costosa.

Maximiliano buscó el dinero en su bolsillo y volcó todo lo que llevaba sobre el mostrador. La mujer, al ver que apenas le alcanzaba y notar a la pequeña niña dormida en los asientos detrás de él, sintió un remordimiento de conciencia. Le buscó la opción más barata y le ofreció un vaso con agua.

Dana reaccionó con dificultad para beber la medicina. Por más que intentó soportar el dolor, este era demasiado fuerte, y las lágrimas comenzaron a brotar descontroladamente. Una mezcla de pena, miedo y rabia se fundió en un llanto que imploraba por su mamá. Quería ir a casa con ella, la extrañaba, la necesitaba. Ante aquella súplica desgarradora, el corazón de Maximiliano se estrujó de angustia. Se recriminó si todo lo que había hecho había sido realmente por el bien de su hija, o si, en el fondo, la estaba usando como un ancla a la que aferrarse. Tal vez debió dejarla con los padres de Fabiola; su egoísmo había arrastrado a una niña inocente a una realidad llena de sufrimiento y miserias, de la cual no tenía la más remota idea de cómo salir.

Entre la rabia y la autoflagelación mental, escuchó cuando una de las vendedoras le decía a otra que llamaría a los carabineros, sospechando de él por el llanto incesante de Dana y su aspecto desaliñado. Inhaló profundamente, llenando sus pulmones como si con ello se insuflara de una bocanada de resistencia. Levantó el cuerpo febril de su hija, que al sentir su abrazo se acurrucó y fue cesando el llanto poco a poco. Entonces, emprendió una rápida huida, dejando atrás los llamados de las vendedoras que le pedían que se quedara.

La noche había comenzado a caer. Según el mapa, le restaban solo un par de calles para llegar a la dirección en la que había depositado todas sus esperanzas. Sin darse cuenta, se sorprendió elevando una plegaria al cielo para que, al llegar, Libertad los ayudara.

Al poco andar de la última intersección, cuando estaba terminando de cruzar el semáforo, escuchó un par de arcadas detrás de su hombro. Sintió cómo un líquido espeso y caliente le escurría por la espalda, un olor inconfundible a vómito que le penetraba las fosas nasales. Se detuvo para cambiar de posición a Danita, que siguió vomitando sobre el césped de la jardinera de un bonito edificio. Mientras la niña se doblaba en arcadas, él le acariciaba la espalda con suavidad para confortarla. Buscó en la mochila una botella de agua y, tras destaparla, la empinó sobre los labios resecos y despellejados de la pequeña, mostrándole cómo enjuagarse la boca.

Rebuscó en el interior de la mochila una muda de ropa. Se quitó la remera sucia, la usó para limpiar los restos que quedaban en la cara de su hija y luego miró alrededor, tratando de encontrar dónde tirarla. Al observar el frontis del edificio, se dio cuenta de que al fin habían llegado a su destino.




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