Libertad no podía dar crédito a lo que su vecina le estaba contando. Sintió un nudo en el estómago, un escalofrío recorrió su columna y las piernas comenzaron a fallarle. Necesitaba sentarse o terminaría en el suelo.
«¡Era él, ese hombre que había visto en el cruce peatonal! Pero... ¿Qué hacía buscándola ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?»
Tomó las llaves del auto y se encaminó hacia Santiago. Eran más de las ocho de la noche, y las calles estaban colapsadas por el regreso de todos a sus casas para celebrar con sus familias. La ansiedad y la desesperación la carcomían. Su corazón acelerado la hizo transpirar, incluso con el aire acondicionado encendido. Los recuerdos invadían su mente, junto con un sinfín de suposiciones que la llevaban a imaginar las posibles razones por las que Maximiliano había venido a buscarla.
Había soñado despierta tantas veces con enfrentarlo y decirle todo lo que sentía: la rabia y la tristeza que la sumieron en una depresión de la que aún no se había recuperado por completo. Tuvo que reinventarse para sanar su malherido corazón. Esta vez estaba decidida a no guardarse nada; era el momento de su revancha. Lo miraría a los ojos, como él lo hizo aquel día, y le diría exactamente las mismas palabras que la atravesaron como una lanza al rojo vivo. Luego se marcharía sin mirar atrás.
El teléfono interrumpió sus pensamientos: era Lucas. «Seguramente llama para pasarme a buscar».
—¡Maldición! No puedo responderle ahora, no lo va a entender —murmuró. Esperó a que la llamada cesara y silenció el aparato. En ese instante, su mente no podía soportar nada más. Después vería cómo le explicaría a Lucas su demora en llegar a la cena de Navidad y por qué no había comprado ningún regalo.
Sería un trámite breve, y estaría de regreso una vez que le pagara a Maximiliano con la misma moneda. Cerraría el ciclo de ese amor inconcluso y, al fin, podría seguir adelante.
El camino se le hizo eterno. Apenas logró estacionar el vehículo en el espacio de visitas. Las manos le temblaban y el estómago le daba vueltas, dejándole una sensación de centrifugado en el interior. En el ascensor, se miró en el espejo: su expresión era demacrada y pálida. Retocó el maquillaje como pudo y ensayó su mejor cara, para que él viera que lo que habían vivido era una experiencia superada.
Las puertas se abrieron, y vio la entrada de su antiguo departamento. Caminó hacia la puerta del lado opuesto y suspiró profundamente antes de tocar el timbre. Escuchó los pasos de doña Patty acercándose y, cuando la puerta se abrió, vio su semblante preocupado.
—¡Hola, mi niña hermosa! Qué bueno que llegaste, no podíamos esperar mucho más.
Doña Patty se hizo a un lado para dejarla pasar y, en cuanto Libertad levantó la vista, se encontró con aquellos ojos negros que tanto recordaba. Pero esta vez no había ni rastro de la arrogancia e indiferencia de antes. Para su sorpresa, lo que vio fue una expresión de desesperación, la de alguien aferrándose a su última esperanza, casi suplicando asilo.
Maximiliano estaba sentado en el sofá de la sala y se veía terrible: ropas sucias y sudadas, con hematomas aún visibles en su rostro. Sobre sus piernas dormía, agitada, una niña que parecía muy enferma, a la que acariciaba la cabellera con cuidado, reconfortándola cada vez que se quejaba.
Ante aquella triste escena, Libertad no pudo mantener la actitud que había preparado, mucho menos cuando doña Patty le contó cómo él había llegado buscándola, afligido, con la niña en brazos. Al no encontrarla, le había rogado que los recibiera. Durante todo ese tiempo no habían logrado bajarle la fiebre a la pequeña, y las náuseas se hacían cada vez más frecuentes. Era urgente llevarla a un hospital.
Sin cruzar una mirada con Maximiliano ni dirigirle una sola palabra, Libertad se acercó a la niña y palpó su frente. Estaba ardiendo de fiebre. Antes de que pudiera preguntar quién era, la pequeña balbuceó entre sollozos, abrazándose el estómago:
—Me duele mucho, papá...
«Maximiliano tiene una hija... ¿Entonces era casado? ¿Esa fue la razón de su rechazo aquella vez? ¡Pero qué maldito infeliz!» Ahora todo comenzaba a tener sentido para ella...
Una oleada de nuevas arcadas sacudió el débil cuerpo de Dana. Libertad le acercó un basurero que estaba a un costado y, sin mirarlo directamente, ordenó con voz firme:
—¡Vamos rápido! Hay que llevarla al médico de inmediato.
Agradeció a doña Patty, prometiéndole que la llamaría para contarle todo. En un abrir y cerrar de ojos, ya estaban en el auto rumbo a la clínica más cercana. El silencio solo se rompía por la vibración del teléfono y los quejidos de la hija de Maximiliano. Libertad los observaba por el retrovisor y no podía creer lo que estaba sucediendo. De no ser por el constante brillo del celular anunciando las llamadas entrantes de su novio, hubiera pensado que era otro de sus sueños, donde mil realidades alternas se realizaban con Maximiliano como protagonista.
Apagó el teléfono. Lucas no dejaba de llamar, y le resultaba imposible concentrarse en la vía con tanto ruido. Además, tuvo que acelerar cuando los vómitos de la niña empeoraron.
Apenas entraron a la sala de emergencias, los enfermeros tomaron a la niña de los brazos de su padre y la ingresaron para revisar sus signos vitales. Maximiliano se volvió hacia Libertad, con el temor reflejado en su rostro, pero antes de que pudiera decir algo, ella le dio un suave toque en el hombro y le aseguró: