En busca de Libertad

Capítulo 11: Confesiones:

Habían transcurrido varias horas en la sala de espera sin noticias de Maximiliano ni de su hija. Libertad se limitaba a caminar de un extremo a otro, con sus pensamientos generando un sinfín de conjeturas sobre las razones que él había tenido para rechazarla en aquel entonces y por qué reaparecía ahora en su vida. Su corazón se debatía entre la sensación de traición por lo que asumió como la mentira más cruel que la dejó tirada en el aeropuerto, y esa dulzura emocionada de volver a verlo.

Miró la mano con la que había tocado su hombro momentos antes y suspiró. «Es real», se dijo a sí misma. Bajó la mirada y vio frente a ella unos desgastados y sucios zapatos deportivos. Elevó los ojos y recorrió la silueta, ahora más compuesta, de su némesis amoroso, quien nuevamente estaba causando estragos en sus sentimientos y emociones más profundas, esas que no había querido soltar y que mantenía como su prisión autoimpuesta.

—Dana ya está estable. Detuvieron los vómitos y la fiebre bajó... Piensan que podría ser una intoxicación alimentaria, pero le harán más estudios para estar seguros —dejó la última oración en suspenso, incapaz de abordar la parte más complicada de la conversación. No se trataba de las disculpas que ella esperaba por su último encuentro; era algo mucho peor, algo que había creído sería más sencillo decir cuando decidió cruzar la cordillera para pedirle ayuda. Ahora, se daba cuenta de que no tenía derecho a irrumpir en su vida y ponerla de cabeza justo en Nochebuena.

—¿Dana es tu hija? —la pregunta salió de entre los labios de Libertad en una exhalación entrecortada, escondiendo muchas más interrogantes que temía manifestar por el dolor que podrían causar sus respuestas.

—Sí, ella es mi hija, pero...

La conversación fue interrumpida por una enfermera que le pidió a Maximiliano acercarse a admisiones para llenar la documentación de rutina. Al ver su expresión desconcertada y avergonzada, como un turista en tierra extranjera, Libertad tomó el formulario de las manos de la enfermera y se dirigió al mostrador de admisiones para asumir como aval. Notó que en el documento no aparecía "Dana" como nombre, sino "María de Jesús Rossi". Le pareció extraño, pero imaginó que "Dana" podía ser un apodo y que el apellido... ya investigaría por qué no coincidía con el de Maximiliano.

Golpeó la ventanilla, donde la recepcionista no soltaba su móvil, escribiendo en él con una expresión de anhelo y no pudo evitar pensar en que hace unos años atrás ella se veía igual de ilusionada mientras se mensajeaba con Maximiliano. Era evidente que la joven preferiría estar en otro lugar, pero su realidad como asalariada la tenía atrapada en la sala de urgencias en plena víspera de navidad. La chica reaccionó y, con una mueca de frustración, procesó los datos del papel y tomó la identificación de Libertad, despachándola rápidamente para seguir sumergida en su conversación por chat.

Al regresar a la sala de espera, se dio cuenta de que Maximiliano ya no estaba allí. Miró la hora en la pantalla que mostraba el orden de los pacientes y vio que eran cerca de las doce. Sintiendo el cansancio acumulado, buscó una máquina dispensadora de café y snacks.

El olor del capuchino avivó su apetito, así que decidió añadir un paquete de galletas con chispas de chocolate. Luego recapacitó en que él también tendría hambre. ¿Desde cuándo no habría comido? Con un gesto decidido, digitó en la dispensadora para comprarle lo mismo que ella había pedido. Estuvo tentada a encender su móvil, pero desistió. No quería enfrentarse a los reproches y preguntas de Lucas. Se consoló pensando que, al fin y al cabo, esa cena con la que había resistido a considerar a su suegra no estaba destinada a suceder. Ya tendría tiempo para lidiar con eso. Por ahora, sentía que había atravesado un vórtice hacia algún universo paralelo del que no quería salir. Y la voz grave de aquel argentino, de nuevo a su lado, hacía que reviviera sensaciones que había jurado no volver a experimentar.

En la sala de espera, Libertad se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro. La sensación de estar atrapada entre la furia y la compasión la estaba desgastando. Quería irse, dejar atrás todo y no volver a saber de él nunca más, pero cada vez que se acercaba a la puerta, la imagen de Dana se le aparecía en la mente. «No es culpa de esa niña». Cerró los ojos e inhaló profundamente. Sabía que, al final, no sería capaz de abandonarlos, aunque eso significara abrir viejas heridas, aunque tuviera que enfrentar los fantasmas que pensaba haber enterrado.

Con un suspiro, se giró hacia la puerta por la que había entrado Maximiliano. No sabía qué iba a pasar después de ese momento, pero tenía claro que no podía darle la espalda. La niña necesitaba ayuda y, tal vez, solo tal vez, ella también necesitaba encontrar en las respuestas de Maximiliano, algo de paz en ese caos de emociones.

Justo entonces, escuchó su voz y al levantar la mirada se encontró con sus ojos clavados en ella, se sintió nerviosa al tenerlo tan cerca y disimuló tosiendo antes de pasarle el café con las galletas que acababa de comprar.

—Toma, no es una cena navideña, pero servirá para apaciguar el hambre. Si quieres algo más, solo dime.

—Gracias, Lib. Perdón por toda esta molestia... Tal vez deberías estar compartiendo una rica comida y abriendo regalos en este momento, y no aquí, conmigo.

Libertad sonrió al escuchar el diminutivo de su nombre salir de sus labios; solo él le decía así, y le seguía gustando cómo sonaba con su acento. Decidió no tocar el tema de lo que había dejado atrás por su inesperada aparición, y Maximiliano tampoco se atrevió a preguntar si había alguien esperándola.




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