Las luces del hospital parpadeaban mientras Libertad y Maximiliano esperaban en el pasillo. Al otro lado de la puerta, Dana miraba la televisión con un mejor ánimo y el semblante algo recuperado después de los días de hospitalización. Aunque la fiebre había bajado y la mayoría de los síntomas habían remitido, la pediatra recomendó estudios adicionales para la semana próxima. Las palabras “enfermedad autoinmune” resonaban en la mente de Libertad. No quería imaginar la vida de una niña tan pequeña marcada por dolores y tratamientos interminables. Sentía el dolor como un peso dividido entre la angustia que la noticia le provocaba y la manera en que ese dolor la acercaba a Maximiliano.
—Podrán llevársela hoy —le informó el doctor a cargo de la urgencia, mirando primero a Maximiliano y luego a Libertad, que seguía inmóvil—. Pero queremos que vuelva para los estudios. Necesitamos descartar cualquier problema autoinmune. Si ven recaídas, fiebre o manchas, tráiganla de inmediato.
Libertad sintió un peso enorme oprimiéndole el pecho. Miró a Maximiliano, que asintió, tragando con dificultad. Ambos parecían figuras atrapadas en el tiempo, cada uno lidiando a su manera con la posibilidad de una enfermedad que cambiaría la vida de la niña.
Tras dudar un instante, Libertad apoyó una mano en el hombro de Maximiliano. Él levantó la mirada, sorprendido, y en sus ojos cansados ella vio algo que reconoció de inmediato: desesperación. Una vulnerabilidad que la conmovió y la hizo recordar cuánto había amado alguna vez a ese hombre.
—No puedes con esto solo —murmuró, y a pesar de las dudas y el rencor, algo en ella se suavizó—. Tengo una habitación en el hostal. Quédense conmigo el tiempo que necesiten.
Él la miró en silencio, ahogando la angustia en una mezcla de remordimiento y culpa. Quiso decir algo, agradecerle, pero las palabras se le atoraron. Libertad lo sintió; siempre había sabido interpretar lo que él callaba. Sus propios sentimientos la estremecían; cada vez que pensaba en la pequeña, en sus ojos aún llenos de inocencia y esperanza, algo profundo la llamaba a quedarse.
—No lo hago por ti —añadió en voz baja, evitando su mirada—. Lo hago por ella. No quiero que pase por esto sola.
Maximiliano asintió y respiró hondo, tratando de disimular la emoción en su voz.
—Gracias, Libertad. De verdad…
Cuando ella se volvía hacia los asientos, la sujetó de la muñeca, y su corazón se aceleró al sentir su agarre. Tuvo miedo de lo que él pretendía, segura de que no podría oponerse a cualquier acercamiento que intentara. Pero recobró el aliento cuando solo le pidió que lo acompañara adentro para presentarle a Dana. Sacudió la mano para liberarse y, tras asentir con la cabeza, lo siguió al interior de la habitación.
Se conmovió al ver cómo la expresión de aquel hombre se suavizaba, y una sonrisa que disimulaba el cansancio aparecía en su rostro, mostrándole a la niña su mejor cara. Dana, con una sonrisa desdentada, le respondió con alegría al verlo entrar.
—Mirá, nena hermosa. Esta es mi amiga Libertad.
Dana observó a Libertad con ojos curiosos, y un tímido “Hola, Libertad” salió en su dulce y suave voz.
—Hola, pequeñita. Me emociona mucho que ya estés mejor; es un gusto conocerte al fin.
La niña miró por un momento a su padre y luego regresó la vista a aquella mujer amable antes de sonreír. Su pequeña mano se aferró con más fuerza a Maximiliano mientras él le daba la noticia de que ese mismo día se irían del hospital y que su amiga los hospedaría.
—Voy a cuidar de ti y de tu papá —dijo Libertad, sonrojándose al darse cuenta de la indiscreción de sus palabras, aunque disimuló la vergüenza y continuó—. Es un lugar muy especial, así que espero que se sientan como en casa.
—Gracias, Libertad. Sé que esto no es fácil… nada de esto lo es —su voz se quebró, revelando más de lo que él hubiese querido.
Libertad lo miró, y por un instante vio al hombre que había amado, al hombre que había perdido. Algo en ella se rompió y, a la vez, la llenó de una firme determinación que estaba segura tendría sus repercusiones, sobre todo con Lucas, de quien no había vuelto a saber desde aquel día.
Cuando llegaron a la casona, Libertad no podía dejar de admirar la mirada llena de emociones y alegría en los ojos de Dana. También notó la expresión de asombro y admiración en el rostro de Maximiliano mientras caminaba por las jardineras y aspiraba el aroma a lavanda y jazmín, avanzando hacia la recepción del hostal, donde una amable señora los recibía, anunciándole a Libertad que las habitaciones ya estaban listas.
—Vamos arriba, les mostraré sus habitaciones para que puedan instalarse.
La primera puerta que abrió fue la del cuarto preparado para la niña. Libertad había dado instrucciones para colocar sábanas y un edredón rosado a juego, y acomodar sobre las almohadas los peluches que Lucas le había obsequiado. Supo que había acertado cuando, con satisfacción, vio cómo la pequeña se llenaba de alegría al ver la habitación.
—¿Puedo quedarme aquí mucho tiempo? —preguntó Dana, mirando a Libertad mientras se acomodaba sobre la cama y cogía un oso panda de las almohadas.
Libertad asintió, conteniendo la emoción en su voz.
—Todo el tiempo que necesites, Dana. No tienes que preocuparte de nada.
—No sé cómo, pero voy a pagarte todo lo que… —dijo Maximiliano sin poder terminar la oración, con la voz evidentemente entrecortada por la emoción.