El hostal había amanecido teñido de una calma inusual. Lucas llevaba días sin dar señales, y la ausencia de la cocinera dejaba a Maximiliano a cargo de la cocina. Libertad, sin prever cómo esos cambios alterarían la dinámica del lugar, se encontraba en una de las habitaciones que los huéspedes habían desocupado esa mañana, cambiando las sábanas y colocando toallas limpias en el baño. La luz que entraba por la ventana iluminaba el polvo flotante en el aire, y el sonido lejano de la actividad en la cocina le recordaba que, sin planearlo, el ritmo del hostal estaba transformándose.
De repente, sintió una presencia en la puerta y, al girarse, encontró a Dana observándola con una mezcla de curiosidad y determinación.
—¡Buenos días! ¿Qué tal dormiste? —preguntó Libertad con simpatía, mientras veía cómo la niña se acercaba al ventanal de la habitación. Dana tenía los ojos grandes y atentos, fijos en el juego de luces y sombras que se filtraban entre los árboles, con una expresión que reflejaba una nostalgia transformada en esperanza, como solo la inocencia podía lograr.
—Muy bien, gracias… La cama es muy cómoda y mi habitación es hermosa —respondió Dana con alegría, aunque Libertad notó en su mirada algo que parecía no atreverse a expresar.
—¿Puedo ayudarte en algo, Libertad? —preguntó Dana de repente, girándose con una pequeña sonrisa y un tono decidido.
Libertad sonrió, sorprendida por el ímpetu de la pequeña.
—Por supuesto, hay mucho que hacer en el hostal. ¿Quieres ser mi ayudante por el día? —dijo, y Dana, emocionada, dio un pequeño salto de alegría, asintiendo con la cabeza.
La guio por la habitación, explicándole las tareas diarias que realizaba al irse los huéspedes. Dana empujaba el carrito con las sábanas y toallas usadas, mientras Libertad daba los últimos toques a la limpieza, reemplazando aromatizantes que dejaban a su paso un sutil perfume de lavanda. La niña escuchaba atenta cada explicación y, de vez en cuando, intervenía con preguntas sobre cómo funcionaban ciertos electrodomésticos o saludaba a algún huésped que cruzaba el pasillo.
Cuando terminaron con las habitaciones, Libertad invitó a Dana a su lugar favorito de la casona. Le contó cómo, al llegar a vivir ahí, soñaba con tener un huerto. Juntas se adentraron en el gran patio trasero, donde crecían las hortalizas y verduras que usaban para las comidas de los huéspedes. Recorrieron los bancales, y Dana estaba encantada al tocar y oler cada flor, al sentir la tierra entre sus dedos, y al ver cómo, de una semilla, surgía lo que luego se convertía en alimento. Era una experiencia nueva para ella, que, debido a la enfermedad de su madre, nunca había tenido tanto contacto con la naturaleza.
—¿Estas son fresas? —preguntó asombrada al divisar los frutos rojos colgando de unas macetas.
—Sí, aquí también les llaman “frutillas” —respondió Libertad con una sonrisa.
—¿“Frutishas”? —repitió Dana con la característica pronunciación argentina de la “ll”, y Libertad rio suavemente.
—¿Te gustaría que preparáramos una tarta de fresas?
—¡Sí, sí! ¡Me encantaría! —Los ojos de Dana se iluminaron de ilusión, y en su expresión, Libertad vio una chispa de Maximiliano, sintiendo un inesperado escozor en el corazón.
Juntas cosecharon algunas fresas. Los dedos de Dana eran torpes al principio, pero Libertad le mostraba pacientemente cómo recoger las frutas, dándole el tiempo para aprender.
Mientras trabajaban en silencio, Dana se animó a preguntar:
—¿Te gustaba mi papá cuando eran amigos? —Sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y timidez, arrancándole a Libertad una sonrisa contenida.
—Sí… nos entendíamos bien. —Hizo una pausa, buscando las palabras exactas—. Era un amigo que siempre lograba hacer reír a todos.
Dana asintió, absorbiendo cada palabra como si escuchara una historia nueva y maravillosa sobre alguien que apenas comenzaba a descubrir.
—A mí me gusta cómo te ríes, y me gusta estar aquí… —El tono de Dana se hizo más suave—. Contigo y mi papá siento como si estuviera en casa.
Libertad se agachó y, apartándole un mechón de cabello de la cara, tomó una pausa para que sus palabras no traicionaran la emoción que sentía al escucharla.
—Eres bienvenida aquí, Dana. Tú y tu papá.
Dana sonrió, y el brillo en sus ojos reflejaba un mundo entero de deseos: un mundo donde la estabilidad y el cariño se alzaban como algo tangible. Para una niña que había conocido la incertidumbre, aquello sonaba como el susurro de una promesa.
***
Esa misma tarde, la cocina del hostal cobró vida de una forma que Libertad no había anticipado. Habían preparado la tarta con Dana y mientras se enfriaba se había quedado profundamente dormida en el mesón mirando como el vapor con aroma dulce, escapaba de la masa.
Maximiliano las había observado interactuar y eso lo entusiasmó. Así que después de subir a dejar a Dana en su cuarto, volvió proponiéndole una mejora en el menú.
Con energía renovada, él se lanzó a preparar una demostración con una dedicación que la desconcertaba y cautivaba por igual. Las llamas de la estufa se elevaban y bailaban al ritmo de sus movimientos; ella sentada en una esquina de la mesada, observaba cómo un gozo profundo iluminaba su rostro y parecía llenar cada rincón de la estancia.