La mañana llegó suave, como si quisiera prolongar la quietud que había arropado el hostal la noche anterior. Libertad despertó con la brisa fresca entrando por la ventana, aún atrapada en el recuerdo de los labios de Maximiliano sobre los suyos, una sensación que le arrancaba una sonrisa involuntaria mientras se vestía. La casa estaba tranquila, y el aroma del café ya flotaba en el aire, señal de que Maximiliano había madrugado para preparar el desayuno.
Al entrar en la cocina, encontró a Dana en una silla alta, balanceando los pies y sosteniendo un cuchillo de untar en sus pequeñas manos. La niña estaba concentrada, con la lengua ligeramente fuera, el ceño fruncido, mientras extendía mermelada y dulce de leche sobre unos creps con una dedicación total.
—¡Buenos días! —saludó Libertad, acercándose con una sonrisa que la niña le devolvió de inmediato.
Dana levantó la vista, iluminándose al verla, y Maximiliano, desde el otro extremo de la cocina, también le dedicó una mirada suave.
—Buenos días, Libertad —dijo él, su tono teñido de una calidez nueva.
Había algo en la expresión de Maximiliano, una cercanía palpable que parecía haberse instalado sin esfuerzo entre ellos. Dana, con la inocencia de quien solo vive el momento, absorbía esta conexión como si siempre hubiera estado ahí, y sin apartar su atención de su padre, le hizo un gesto a Libertad para que se acercara.
—¡Mira, Libertad! —exclamó, sosteniendo un plato con los creps decorados con crema y fresas frescas, en un diseño que combinaba torpeza y entusiasmo—. ¿Te gusta cómo los decoré? —preguntó con un brillo especial en los ojos, como si le estuviera mostrando un tesoro—. Este es para vos.
Libertad se inclinó hacia ella, maravillada no solo por el gesto, sino también por la emoción genuina que Dana había puesto en cada detalle.
—Quedó perfecto, muchas gracias —respondió, tocándole suavemente la mejilla—. Eres una artista. ¿Y si me ayudas hoy a preparar la mesa para los huéspedes? Ya veo que eres toda una experta en la cocina.
Dana dio un pequeño saltito, emocionada, y asintió con energía. Bajó de la silla y comenzó a colocar los platos y cubiertos en la mesa con una seriedad inesperada. Libertad la observaba en silencio, conmovida por el esmero de la niña, quien, entre movimientos cuidadosos, miraba de vez en cuando a Maximiliano, como buscando su aprobación. Él la observaba también, a veces de reojo, como si aquel pequeño acto de responsabilidad le llenara de un orgullo nuevo y le abriera una ventana a una vida con la que quizá había dejado de soñar.
—A diferencia de con mi Mamá, Papá y yo siempre comíamos rápido, ¿sabes? —comentó Dana, rompiendo el silencio mientras alisaba una servilleta—. Cuando me iba a ver al hogar, nunca había tiempo para sentarnos como ahora y con mamá, el último tiempo comíamos en su cama y ella nunca terminaba su plato porque sentía mucho dolor o ganas de vomitar.
Libertad sintió un nudo en la garganta, y por un momento, sus ojos se cruzaron con los de Maximiliano. Él apartó la vista, pero el dolor en su expresión era evidente, un reflejo de la culpa y la tristeza que no había conseguido disipar.
Ella se inclinó hasta la altura de Dana, rodeándola con un brazo y tomándole la mano con suavidad para que la mirara a los ojos.
—Aquí tienes todo el tiempo que necesites, Dana —dijo con voz dulce y tranquila—. Puedes disfrutar cada comida, cada rincón de esta casa. Y no estás sola; estamos aquí para acompañarte.
La sonrisa de Dana se amplió, y su alivio se reflejó en su mirada, llena de un brillo nuevo, como si esas palabras le ofrecieran la seguridad que hacía tanto había perdido. Ella se apoyó en el abrazo de Libertad, permitiéndose unos segundos de vulnerabilidad antes de soltar un pequeño suspiro, contenta.
—Me gusta estar aquí, con vos y mi papá —dijo la niña con una claridad que conmovió a la mujer.
Libertad cerró los ojos un instante, dejando que las palabras de Dana calaran hondo. Aquella declaración le arrancó una mezcla de alegría y ternura que hacía tiempo no experimentaba, un anhelo que, sin saberlo, compartía con la pequeña.
***
Poco a poco, el hostal cobró vida con la llegada de nuevos huéspedes. Gracias a la insistencia de Maximiliano en colocar el alojamiento en una aplicación reconocida, lo que produjo que, durante los siguientes días, las reservas se llenaran por las siguientes semanas.
El nuevo menú que se promocionaba como “Autentica gastronomía argentina” había resultado todo un éxito y además Maximiliano había colocado un letrero de venta de almuerzos afuera del local. Pronto los lugareños y otros turistas, corrieron la voz de que ahí se vendían las mejores milanesas y empanadas, por lo que durante la mañana y gran parte de la tarde el trabajo no mermaba.
Después de atender a los últimos comensales, Maximiliano propuso esa tarde, dar un paseo por el campo cercano, un pequeño respiro de la rutina que, en otras circunstancias, habría pasado desapercibido. Dana prácticamente recuperada, se adelantó entre los árboles, riendo y correteando con la energía inagotable de la infancia, mientras Libertad y Maximiliano la seguían de cerca, compartiendo miradas y sonrisas furtivas.
Se detuvieron en un claro donde el sol se filtraba a través de las hojas, formando pequeños haces de luz sobre la hierba. La niña se sentó en el suelo, y comenzó a recoger algunas flores silvestres, creando un improvisado ramo. La escena era simple, pero para Maximiliano y Libertad, era un destello de algo que, quizás, habían olvidado: la idea de construir algo sólido, duradero, un espacio que no fuera solo un refugio temporal.