El aire en la isla estaba cargado con el aroma del mar y la humedad de la selva. Azrael caminaba tras Eryx, sintiendo por primera vez el peso real de su cuerpo, la presión del suelo bajo sus pies descalzos. En el Cielo, no había necesidad de esfuerzo físico, pero aquí, en la Tierra, cada paso le recordaba que ahora era vulnerable, que su existencia ya no estaba dictada por la perfección divina.
El demonio no decía nada mientras avanzaban entre la espesura de la selva. Su andar era seguro, aunque su espalda seguía mostrando la tensión de quien ha vivido siempre en guardia. Azrael, en cambio, miraba a su alrededor con una mezcla de asombro y precaución. Todo era tan vibrante, tan efímero. Podía escuchar el canto de los insectos, el crujir de las hojas bajo sus pies y la respiración firme de Eryx, que parecía ignorar su presencia.
Finalmente, tras unos minutos de caminata, llegaron a un claro oculto entre los árboles. En el centro, una cabaña de madera improvisada se alzaba, vieja y gastada, pero firme. Eryx se detuvo frente a la entrada y giró para mirar a Azrael con expresión seria.
—No sé por qué sigues aquí —dijo finalmente—. No deberías estar en este mundo.
Azrael sostuvo su mirada, sintiendo la tensión entre ellos.
—Y tú tampoco —respondió con suavidad—. Pero aquí estamos.
Eryx chasqueó la lengua y apartó la vista. Empujó la puerta de la cabaña y entró, dejando la entrada abierta como una invitación silenciosa. Azrael dudó un momento antes de seguirlo.
El interior era sencillo, apenas unos muebles rudimentarios y una cama cubierta con telas gastadas. Había algunas velas esparcidas por la habitación, y un pequeño fuego ardía en una fogata improvisada. No había lujos, pero tampoco miseria. Era un refugio para alguien que no pertenecía a este mundo, al igual que Azrael.
—¿Cómo lograste sobrevivir aquí? —preguntó el ángel, observando la habitación con curiosidad.
Eryx se dejó caer en una silla de madera y apoyó los codos sobre sus rodillas, frotándose el rostro con una mano.
—Los humanos no miran demasiado hacia donde no quieren ver —respondió con un deje de cansancio—. He aprendido a mezclarme cuando es necesario. Cazar cuando no tengo opción. Mantenerme alejado de ellos.
Azrael frunció el ceño.
—¿No te has sentido… solo?
Eryx dejó escapar una risa seca, casi burlona.
—No me conoces, ángel. La soledad es lo único que siempre ha estado conmigo.
Azrael sintió algo dentro de él removerse ante esas palabras. No era lástima, pero sí algo cercano a la empatía. Él mismo había vivido en un reino donde todo era paz y perfección, y sin embargo, nunca había sentido que pertenecía allí. Tal vez Eryx no era tan diferente de él como pensaba.
Un largo silencio se instaló entre ellos. Azrael se acercó al fuego y extendió una mano hacia las llamas, observando con fascinación cómo el calor acariciaba su piel.
—Duele, pero también es cálido —murmuró, más para sí mismo que para Eryx.
El demonio lo miró de reojo.
—Todo lo que vale la pena sentir en este mundo duele —dijo con seriedad—. ¿Estás seguro de que quieres experimentarlo?
Azrael giró el rostro hacia él, y en su mirada ya no había duda.
—Sí.
Eryx sostuvo su mirada un instante más, como si buscara alguna grieta en su determinación. Pero el ángel no titubeó.
—Bien —dijo el demonio finalmente, recostándose en su silla—. Entonces prepárate. Porque aquí, la vida no tiene misericordia.
Azrael no respondió. Pero en su interior, algo le decía que su verdadera prueba apenas comenzaba.