El viento salado revolvía el cabello de Azrael mientras caminaba detrás de Eryx. La selva se extendía ante ellos como un laberinto de raíces y hojas, con la humedad pegándose a su piel y el suelo blando cediendo bajo sus pies. Cada paso era una experiencia nueva, una sensación diferente que jamás había sentido en el Cielo. Allí arriba, todo era etéreo, ligero, sin peso ni esfuerzo. Pero aquí, en la Tierra, cada movimiento tenía un costo.
Eryx caminaba con la naturalidad de quien conocía cada rincón de la isla, sus pasos eran precisos y sin titubeos. Azrael, en cambio, aún tropezaba de vez en cuando con raíces ocultas bajo el follaje. El demonio lo notaba, pero no decía nada, aunque de vez en cuando lanzaba una sonrisa burlona cuando el ángel se tambaleaba.
—¿A dónde vamos? —preguntó Azrael después de un rato.
—A cazar.
El ángel frunció el ceño.
—¿Cazar?
Eryx asintió sin mirarlo.
—Si quieres sobrevivir aquí, necesitas aprender a alimentarte. No puedes depender de milagros celestiales para mantenerte en pie. —Se detuvo y giró levemente la cabeza para mirarlo de reojo—. A menos que prefieras seguir débil.
Azrael apretó los labios. Sabía que Eryx tenía razón. Desde que había caído, sentía su cuerpo más frágil de lo que jamás imaginó. Se cansaba, tenía hambre y hasta su piel se lastimaba con las espinas de los arbustos.
—No me rehúso a aprender —dijo finalmente—, pero no quiero matar sin razón.
Eryx resopló con una risa seca.
—Esa mentalidad no te llevará lejos. La Tierra no es un paraíso, Azrael. Aquí todo lucha por sobrevivir. Y tú eres parte de esa lucha ahora.
El ángel no respondió. Solo asintió en silencio y siguió a Eryx hasta que salieron de la selva y llegaron a una pequeña playa oculta entre acantilados. Las olas lamían la arena con calma, y a lo lejos, varias aves marinas revoloteaban sobre las aguas.
—Aquí encontraremos algo —dijo el demonio, señalando las rocas cercanas—. Pequeños cangrejos, peces atrapados en charcas… algo que puedas atrapar sin usar magia.
Azrael observó la escena con cautela. Nunca en su existencia había considerado la necesidad de cazar o pescar. Su única interacción con la vida en la Tierra había sido como un espectador, nunca como parte de ella.
Se arrodilló junto a una de las charcas y vio cómo un pez plateado nadaba en círculos, atrapado por la marea baja. Alargó la mano lentamente, tratando de sujetarlo, pero el pez era rápido y se escabullía entre sus dedos con facilidad.
Eryx lo observaba desde una roca cercana, con los brazos cruzados.
—Si sigues dudando, pasarás hambre.
Azrael intentó de nuevo, esta vez moviéndose con más rapidez, pero el pez volvió a escurrirse.
—No es tan fácil —murmuró.
Eryx bajó de la roca y se acuclilló a su lado.
—No se trata solo de velocidad. Se trata de entender cómo se mueve tu presa. Observarla. Anticipar su reacción.
Azrael lo miró de reojo.
—Hablas como un cazador.
Eryx sonrió de lado.
—Porque lo soy.
Con un movimiento rápido, el demonio metió la mano en el agua y, en un instante, sacó el pez entre sus dedos.
Azrael observó el pez retorcerse en la mano de Eryx, luchando por liberarse. El demonio lo miró un momento antes de torcerle el cuello con un movimiento seco.
—Eso es todo —dijo, lanzándole el pez al ángel—. Ahora te toca a ti.
Azrael atrapó el pez muerto con ambas manos, sintiendo por primera vez el peso de una vida extinguida por sus propias acciones. No lo había matado él, pero estaba involucrado. Por un instante, sintió un leve nudo en el pecho.
Pero no dijo nada.
Volvió su atención a la charca y se concentró en el movimiento del siguiente pez. Esta vez, en lugar de apresurarse, esperó. Observó su patrón, su ritmo. Y cuando sintió el momento preciso, lanzó la mano y atrapó su escurridizo cuerpo.
El pez se retorció entre sus dedos y, por un instante, la duda lo atacó.
—Termina el trabajo —ordenó Eryx con voz firme.
Azrael tragó saliva. Sabía que esto era parte de aprender a sobrevivir. Cerró los ojos y, con un movimiento cuidadoso, hizo lo mismo que Eryx había hecho. El pez dejó de moverse.
Soltó un leve suspiro y miró su presa, su primera caza. No sintió placer ni culpa, solo una extraña aceptación de lo que significaba estar en este mundo.
Eryx asintió con aprobación.
—Vas aprendiendo.
Azrael no respondió. Solo miró el mar y dejó que la brisa se llevara su última duda.