La noche había caído sobre la isla, y el fuego crepitaba entre ellos, proyectando sombras danzantes en la arena. Azrael observaba las llamas con una expresión distante. Su mente aún procesaba todo lo que había experimentado aquel día. Cazar su propia comida, sentir el peso de la fatiga en su cuerpo mortal, la brisa cálida de la noche sobre su piel… Todo era tan diferente a la existencia etérea que alguna vez tuvo.
Eryx, sentado en una roca con los brazos cruzados, rompió el silencio:
—No estuvo tan mal para ser tu primera caza.
El ángel levantó la mirada y asintió levemente.
—No pensé que la Tierra fuera tan… difícil.
Eryx rió con burla.
—¿Difícil? Apenas has comenzado. —Tomó un trozo de madera y lo arrojó al fuego—. La vida aquí es dura, impredecible. En el Cielo tenías reglas, orden. Aquí, no hay un destino fijo. Solo tú decides cómo seguir adelante.
Azrael bajó la mirada, jugando con la arena entre sus dedos.
—No sé si eso es una bendición o una maldición.
El demonio lo observó por un instante antes de soltar un suspiro y levantarse.
—Ven.
Azrael lo siguió en silencio hasta la orilla del mar, donde la espuma de las olas les rozaba los pies descalzos. La luna llena se reflejaba en el agua, creando un sendero de luz sobre la superficie negra y en calma.
—¿Ves esto? —Eryx levantó una mano, señalando la vasta oscuridad del océano—. No hay límites. No hay barreras. La libertad es algo que jamás comprenderás si sigues aferrado a tu antigua vida.
El ángel lo miró de reojo.
—¿Y tú? ¿Realmente eres libre?
Eryx endureció su expresión.
—Escapé del Abismo. Eso no significa que haya dejado atrás sus cicatrices.
Azrael notó, por primera vez, la tensión en la postura del demonio. Sus ojos rojizos brillaban con intensidad, pero no con la arrogancia habitual.
—Te hirieron cuando escapaste… —murmuró Azrael, recordando lo que había dicho sobre los rayos y los rituales infernales.
Eryx chasqueó la lengua y se giró, mostrando su espalda.
Azrael contuvo el aliento.
Cicatrices profundas cruzaban su piel, líneas oscuras que parecían quemaduras marcadas con un patrón casi ritualístico. Algunas eran irregulares, como si se hubieran grabado con látigos o garras afiladas. Eran heridas que no habían sanado por completo, un recordatorio de su huida.
—Cada demonio que intenta escapar recibe su castigo —dijo Eryx con voz áspera—. Y yo no fui la excepción.
Azrael alzó una mano sin pensarlo, como si quisiera tocar aquellas marcas, pero se detuvo a medio camino.
—¿Duele?
Eryx soltó una risa seca.
—No más que los recuerdos.
El silencio se prolongó entre ellos. El ángel retiró la mano, sintiendo una extraña mezcla de compasión y respeto. Nunca imaginó que un demonio pudiera cargar con algo más que maldad.
—Tal vez… tal vez la libertad no es solo escapar. Quizás es encontrar algo que haga que todo ese dolor haya valido la pena.
Eryx lo miró de reojo y, por un instante, su expresión se suavizó.
—Tal vez.
El viento sopló con fuerza, levantando la arena a su alrededor. El demonio volvió a mirar el océano, su mente perdida en pensamientos que no compartió.
Azrael también observó el horizonte. No sabía qué le depararía el futuro, pero una cosa era segura: su viaje apenas comenzaba.