Elanor y sus compañeros entraron en la Selva Negra, y se adentraron en un mundo nuevo. Un mundo de vegetación exuberante y de fauna variada. Un mundo de colores vivos y de sonidos intensos. Un mundo de belleza salvaje y de peligro latente.
La caravana avanzó por la selva, siguiendo un antiguo camino que apenas se distinguía entre las plantas. El camino estaba marcado por unas piedras talladas con símbolos extraños, que indicaban la dirección a seguir. El camino era el único rastro que quedaba de los zalazares, el pueblo misterioso que había desaparecido hace siglos, dejando tras de sí solo ruinas y leyendas.
Elanor observó con curiosidad y admiración todo lo que veía. Vio árboles gigantescos, de troncos gruesos y copas frondosas. Vio flores de todos los colores, de formas caprichosas y aromas embriagadores. Vio frutos de todos los sabores, de tamaños variados y jugos deliciosos. Vio animales de todas las especies, de plumas, de pelos, de escamas. Vio aves, reptiles, mamíferos, insectos. Vio monos, loros, serpientes, mariposas. Vio criaturas que no conocía, y que no podía nombrar.
Elanor también observó con precaución y respeto todo lo que sentía. Sintió el calor húmedo, que le pegaba la ropa al cuerpo. Sintió el aire fresco, que le acariciaba el rostro. Sintió el sol brillante, que se filtraba entre las hojas. Sintió la lluvia suave, que le mojaba el pelo. Sintió la vida palpitar, que le llenaba el corazón.
Elanor también observó con interés y asombro todo lo que aprendía. Aprendió de los miembros de la expedición, que le enseñaron muchas cosas. Aprendió de Aragorn, que le enseñó a defenderse y a luchar. Aprendió de Gimli, que le enseñó a trabajar y a construir. Aprendió de Nala, que le enseñó a estudiar y a investigar. Aprendió de Gruk, que le enseñó a sobrevivir y a matar. Aprendió de Draco, que le enseñó a volar y a quemar. Aprendió de Dyllón, que le enseñó a nadar y a seducir. Aprendió de Quirón, que le enseñó a cazar y a disparar. Aprendió de Tinker, que le enseñó a jugar y a hechizar. Aprendió de Mateo, que le enseñó a escribir y a narrar. Aprendió de Bilbo, que le enseñó a viajar y a explorar.
Así pasaron los días, hasta que llegaron al centro de la selva. Allí se encontraba la ciudad perdida de Zalazar, la antigua capital de los zalazares, el pueblo misterioso que había desaparecido hace siglos, dejando tras de sí solo ruinas y leyendas.
La caravana se detuvo frente a la entrada de la ciudad, que era una gran puerta de oro, adornada con piedras preciosas y con estatuas de animales. En la puerta había una inscripción en un idioma desconocido, que nadie sabía leer. La puerta parecía una invitación, pero también una advertencia.
Bilbo se bajó del carro, y se dirigió a los demás. Todos se bajaron de sus carros, y se reunieron alrededor de él. Bilbo los miró a todos, y dijo:
Todos lo miraron, y nadie dijo nada. Todos sabían lo que iban a hacer. Todos habían tomado su decisión. Todos iban a entrar. Todos iban a buscar el tesoro.
Bilbo dio la señal de entrada, y la caravana se puso en marcha. Los caballos y los bueyes tiraron de los carros, y los carros cruzaron la puerta. Los miembros de la expedición se asomaron por las ventanas, y miraron la ciudad. La ciudad los miró con curiosidad, y les dio la bienvenida.