Elanor y sus compañeros entraron en la ciudad perdida de Zalazar, y se quedaron maravillados. La ciudad era una obra de arte, una joya de arquitectura y magia. La ciudad estaba construida con piedras de colores, que formaban edificios de formas geométricas y simétricas. La ciudad estaba iluminada por cristales de luz, que emitían un brillo suave y cálido. La ciudad estaba decorada con flores y fuentes, que creaban un ambiente agradable y fresco.
La caravana avanzó por la ciudad, siguiendo una avenida principal, que conducía al centro de la misma. La avenida estaba flanqueada por estatuas de zalazares, que representaban a sus reyes, sus héroes, sus sabios, y sus dioses. La avenida estaba pavimentada con oro, que reflejaba el sol y el cielo. La avenida estaba llena de vida, de animales y de plantas, que convivían en armonía con la ciudad.
Elanor observó con curiosidad y admiración todo lo que veía. Vio palacios, templos, teatros, y bibliotecas. Vio esculturas, pinturas, mosaicos, y tapices. Vio joyas, monedas, armas, y utensilios. Vio objetos que no conocía, y que no podía nombrar.
Elanor también observó con precaución y respeto todo lo que sentía. Sintió el poder antiguo, que emanaba de la ciudad. Sintió la historia milenaria, que se contaba en la ciudad. Sintió el misterio profundo, que se ocultaba en la ciudad. Sintió la magia pura, que se manifestaba en la ciudad.
Elanor también observó con interés y asombro todo lo que aprendía. Aprendió de los miembros de la expedición, que le enseñaron muchas cosas. Aprendió de Aragorn, que le enseñó la organización y la estrategia de los zalazares. Aprendió de Gimli, que le enseñó la ingeniería y la tecnología de los zalazares. Aprendió de Nala, que le enseñó la ciencia y la magia de los zalazares. Aprendió de Gruk, que le enseñó la fuerza y la valentía de los zalazares. Aprendió de Draco, que le enseñó el transporte y el fuego de los zalazares. Aprendió de Dyllon, que le enseñó la navegación y el agua de los zalazares. Aprendió de Quirón, que le enseñó la caza y el arco de los zalazares. Aprendió de Tinker, que le enseñó la diversión y la magia de los zalazares. Aprendió de Mateo, que le enseñó la crónica y la narración de los zalazares. Aprendió de Bilbo, que le enseñó el viaje y la exploración de los zalazares.
Así pasaron las horas, hasta que llegaron al centro de la ciudad. Allí se encontraba el tesoro de los zalazares, el objeto de su búsqueda, el motivo de su expedición.
El tesoro de los zalazares era una gran pirámide, que se elevaba sobre el resto de los edificios. La pirámide estaba hecha de oro, y estaba cubierta de piedras preciosas y de símbolos mágicos. La pirámide era el símbolo del poder y de la riqueza de los zalazares, y el guardián de sus secretos y de su destino.
La caravana se detuvo frente a la entrada de la pirámide, que era una pequeña puerta de bronce, cerrada con un candado de plata. En la puerta había una inscripción en un idioma desconocido, que nadie sabía leer. La puerta parecía una invitación, pero también una advertencia.
Bilbo se bajó del carro, y se dirigió a los demás. Todos se bajaron de sus carros, y se reunieron alrededor de él. Bilbo los miró a todos, y dijo:
Todos lo miraron, y nadie dijo nada. Todos sabían lo que iban a hacer. Todos habían tomado su decisión. Todos iban a abrir la puerta. Todos iban a buscar la piedra mágica.
Bilbo sacó de su bolsillo una llave de oro, que había encontrado en el camino. La llave tenía la forma de un sol, y tenía grabado un símbolo mágico. La llave era la clave del tesoro, y el secreto de la expedición.
Bilbo introdujo la llave en el candado, y lo giró. El candado se abrió, y la puerta se abrió. Bilbo dio la señal de entrada, y la caravana se puso en marcha. Los caballos y los bueyes tiraron de los carros, y los carros entraron en la pirámide. Los miembros de la expedición se asomaron por las ventanas, y miraron el interior. El interior los miró con curiosidad, y les dio la bienvenida.