La noche se desplegaba como un manto sobre Encarnación, y Adrián, con la carta anónima firmemente sujeta entre sus dedos, sentía cómo el pulso de la ciudad latía al ritmo de los misterios ocultos. La Catedral de Encarnación, con sus torres que se alzaban como guardianes de piedra, parecía observarlo, casi como si estuviera al tanto de la búsqueda que estaba a punto de emprender. La clave para desentrañar el enigma del canto gregoriano yacía en algún lugar dentro de sus muros centenarios, oculta a la vista de los fieles que día tras día cruzaban su umbral.
Adrián sabía que no sería fácil. Las escrituras sagradas habían sido objeto de leyendas durante generaciones, sus melodías perdidas en el tiempo, sus palabras convertidas en susurros que apenas se distinguían en el viento. Pero él tenía algo que los buscadores anteriores no poseían: la determinación de quien cree que la historia es más que un relato del pasado, es una brújula para el futuro.
Mientras la luna seguía su curso, Adrián se adentró en la penumbra de la catedral. El silencio era abrumador, solo roto por el eco de sus pasos que resonaban en el vasto espacio. Las vidrieras, iluminadas por la luz lunar, proyectaban colores fantasmales sobre las losas del suelo, como si fueran fragmentos de un rompecabezas celestial esperando ser ensamblados.
En el altar, una figura solitaria se arrodillaba en oración, ajena a la presencia de Adrián. ¿Sería posible que aquel devoto conociera los secretos que él buscaba? ¿O acaso era simplemente otro alma en busca de consuelo en la fe? Adrián se aproximó con cautela, consciente de que cada movimiento podía alterar el delicado equilibrio de aquel lugar sagrado.
La figura se levantó, y la luz de la luna reveló su rostro. Era el padre Anselmo, el anciano sacerdote conocido por su sabiduría y su conexión con la historia de la ciudad. Sus ojos, profundos y serenos, se posaron en Adrián, y en ellos se leía una mezcla de reconocimiento y curiosidad.
"Buscas respuestas que muchos han considerado perdidas", dijo el padre Anselmo con una voz que parecía emanar de las mismas paredes de la catedral. "Pero las respuestas que buscas no se encuentran en las escrituras o en los cantos olvidados. Están en el viaje que estás dispuesto a emprender, en la fe que depositas en lo desconocido".
Adrián escuchaba, fascinado. El sacerdote hablaba con la autoridad de quien ha contemplado el paso de los siglos, de quien ha visto cómo las verdades se transforman en mitos y los mitos en leyendas. "El canto gregoriano es más que una melodía; es un eco de la divinidad, una huella de lo eterno en lo efímero", continuó el padre Anselmo. "Para encontrarlo, debes escuchar más allá de lo audible, buscar más allá de lo visible".
Con esas palabras, el padre Anselmo extendió su mano y entregó a Adrián un objeto envuelto en un paño antiguo. Al desenvolverlo, Adrián descubrió un pequeño relicario de plata, su superficie grabada con símbolos que parecían danzar bajo la luz de la luna. Dentro, un fragmento de pergamino con una notación musical desconocida, pero que, de alguna manera, le resultaba familiar.
"Este relicario ha pasado de generación en generación, custodiado por aquellos que conocen su verdadero valor", explicó el sacerdote. "No es solo un objeto de devoción; es una llave, una invitación a explorar los misterios de la fe y el poder de la música".
Adrián sostuvo el relicario entre sus manos, sintiendo su peso y su historia. Sabía que aquel era solo el comienzo de su viaje, que las respuestas que buscaba lo llevarían a lugares que nunca había imaginado. Con una mezcla de temor y emoción, guardó el relicario en su bolsillo y se despidió del padre Anselmo, listo para seguir el rastro de aquel susurro ancestral que lo había llevado hasta allí.
La ciudad de Encarnación dormía, ajena a la aventura que se desplegaba en su corazón. Pero para Adrián, cada sombra, cada rincón, cada susurro del viento era una pieza del rompecabezas que estaba decidido a resolver. Con el eco de los dioses guiándolo, se adentró en la noche, hacia un destino que prometía ser tan insondable como las estrellas que vigilaban desde lo alto.