Nathaniel Blake no nació solo con una cuna de oro. Nació con el peso de un apellido que abría puertas, cerraba otras y ponía distancias entre él y el resto del mundo. Dueño de una infancia rodeada de lujos y de agendas repletas, su vida tenía una ruta trazada antes de que pudiera decidir por sí mismo.
Elizabeth no tenía lujos, pero sí algo que pocos tenían: la capacidad de hacer que el mundo se sintiera menos pesado. Era la nieta de la niñera de los Blake, y pasaba los veranos correteando por los jardines de la mansión mientras su abuela trabajaba. Fue así como se cruzaron: él en su universo pulido de responsabilidades; ella, con los pies descalzos, risueña, libre.
Crecieron juntos, entre juegos robados y tardes que se estiraban demasiado para dos niños que no querían separarse. Con el tiempo, aquello que era amistad mutó en algo más profundo, más eléctrico. El mundo no lo aprobaba, por supuesto. ¿Cómo iba el heredero de una de las familias más poderosas de Londres a enamorarse de la nieta de una empleada doméstica?
Pero el amor no pide permiso.
Y ellos no lo pidieron tampoco. Cuando Nathaniel cumplió veintidós años, se arrodilló frente a Elizabeth con un anillo sencillo, sin pompa ni cámaras, y ella dijo que sí entre lágrimas. Se casaron seis meses después, en una ceremonia íntima bajo un roble viejo, con más flores silvestres que invitados, pero con la certeza indiscutible de estar empezando algo eterno.
Querían hijos. Querían una casa con música, risas desordenadas y fotos torcidas en las paredes. Tardaron años, pero un día, por fin, Elizabeth quedó embarazada. Nathaniel no había llorado nunca de felicidad, hasta que vio aquella ecografía. Iban a ser padres.
Todo parecía perfecto... hasta que dejó de serlo.
Un martes nublado de primavera, Elizabeth salió a hacer unas compras para el bebé. No fue un gran accidente. No fue escandaloso ni televisado. Un auto fuera de control, un conductor que se distrajo con un mensaje, y un cruce peatonal que cambió todo para siempre.
Nathaniel estaba en una junta. Su secretaria fue quien le tocó el brazo con cuidado, con la cara pálida, y le susurró que Elizabeth había sido llevada de urgencia a una clínica privada. Cuando llegó, ya era tarde. Su esposa, su mejor amiga, la única mujer a la que amó, había partido. No le dieron tiempo ni de despedirse. Solo de sostener su mano fría y prometerle en silencio que jamás la olvidaría.
Pero no se fue del todo.
Elizabeth dejó una parte de ella en este mundo. Una pequeña vida que respiraba débilmente en una incubadora, aferrada a la existencia con una fuerza que solo los hijos del amor verdadero conocen.
Max.
Desde ese día, Nathaniel dejó de ser solamente un hombre de negocios. Se convirtió en padre. Viudo. Herido. Incompleto. Pero también, protector de ese pedacito de cielo que le recordaba cada día que el amor, incluso cuando duele, siempre deja huellas.