Luján Moretti nació en una casa humilde, de esas que siempre huelen a pan recién horneado y a esfuerzo bien puesto. Su mundo era su madre: Nora, una mujer de carácter tan fuerte como sus abrazos, que jamás dejó que la ausencia del padre fuera una herida abierta. “¿Para qué querés un papá, si conmigo tenés doble turno de amor y de rezongo?”, le decía mientras la peinaba antes de ir a la escuela en algún rincón cálido del norte argentino.
Creció entre siestas eternas, patios de tierra, mates dulces y una certeza: quería enseñar. Le gustaba la idea de cambiar el mundo desde un pizarrón, una cartuchera y una sonrisa. Cuando cumplió diecisiete, madre e hija se mudaron a Buenos Aires buscando mejores oportunidades. “Vamo’ a conquistar la capital, hija, total, de acá ya nos sacaron los remolinos del pelo”, dijo Nora, con dos valijas, un termo y una fe inquebrantable.
En la gran ciudad, Luján se formó, trabajó, creció y se convirtió en una maestra querida, admirada y, por sobre todo, muy particular. Era de esas docentes que tomaban mate mientras corregían pruebas, que sabían los nombres de los abuelos de todos sus alumnos y que usaban el humor como salvavidas en las aulas.
Pero Luján no se conformaba. Soñaba con algo más, con salir al mundo, con aprender en otros idiomas aunque fuera a señas. Cuando le ofrecieron un intercambio educativo en una prestigiosa escuela primaria de Londres, dudó solo por dos segundos. No por miedo, sino por dejar a su mamá.
La despedida fue en el andén del tren que la llevaría al aeropuerto. Nora lloraba sin disimulo y Luján, entre risas, le decía:
—Ma, no estoy cruzando el océano para casarme con un príncipe, voy a laburar nomás.
—Sí, sí, pero esos ingleses te ven esa carita y te raptan —le respondió Nora con voz entrecortada, pasándole una bolsa con sandwiches de milanesa, alfajores, una estampita de San Cayetano y medio kilo de yerba.
—¿Querés que me lleve la cocina entera también?
—No te hagás la viva que sabés que la vas a extrañar.
El abrazo fue largo, tibio, cargado de esas promesas silenciosas que solo existen entre madre e hija. Y cuando el tren partió, Nora alzó la mano con fuerza y gritó:
—¡Y no te olvidés de ponerte medias, que allá hace un frío del demonio!
Luján llegó a Londres entre nubes grises y calles mojadas. Todo era distinto: el aire, los colores, las caras. Pero su sonrisa era la misma de siempre. Llevaba en la valija más ilusiones que ropa, y en su corazón el deseo sincero de crecer, de aportar, de descubrir.
Todavía no sabía que aquella ciudad, tan lejana a su casa de patios de tierra, estaba a punto de cambiarle la vida para siempre. Que no solo enseñaría, sino que aprendería. Que no solo daría amor, sino que encontraría uno que jamás imaginó.
Y que entre pizarras, mates escondidos en la sala de maestros y niños con ojos curiosos, alguien también estaba a punto de cruzarse con ella.
Y quedarse.