Un mes. Treinta días. Ciento cuarenta tazas de té y exactamente cero mates con bizcochitos.
Luján Moretti se miraba en el espejo del pequeño baño de su piso en Londres —gentileza del programa de intercambio— y se decía a sí misma: “Este lunes empieza la joda”. Aunque en realidad, la joda ya había empezado desde que aterrizó.
Su inglés era... limitado. Bueno, limitado es generoso. Sabía decir “Hello”, “Blue”, “One, two, three” y “Sorry”, que había usado unas 542 veces desde que llegó. Ah, y también sabía “Guaraní”, pero descubrió rápido que a los británicos eso les sonaba más a un perfume exótico que a una lengua viva.
—¿Por qué acepté esto? —se preguntaba mientras intentaba alisarse un mechón rebelde de pelo frente al espejo.
—Porque no... —se respondió, como siempre. Su lema de vida era claro: “Plata y miedo, nunca tuve.”
Durante ese mes, había tenido más aventuras que en toda su vida:
• Se subió a un colectivo doble pensando que iba al museo y terminó en un barrio donde solo hablaban árabe.
• Pidió “milk” y terminó comprando crema de afeitar.
• Entró a una cafetería, pidió un té con leche, y cuando le dijeron “Would you like a biscuit?”, respondió “No, I'm not married”, creyendo que le hablaban de bodas.
A pesar de todo, había hecho amigos. Dos almas caritativas la habían adoptado:
Sophie Hartwell, una profesora de literatura inglesa con rulos dorados, risa contagiosa y una adicción preocupante al chocolate amargo, y
Adam McLeary, profesor de historia, pelirrojo, alto y con acento escocés tan cerrado que a veces ni los londinenses lo entendían.
—Mañana vas a estar bien —le dijo Sophie la noche anterior—. Los chicos te van a adorar. Y si no, fingí acento argentino y tirá un “che boludo” que suena simpático.
—No sé si me van a entender, pero al menos se van a reír.
Lunes. Primer día. Uniforme de maestra: chomba azul con el logo del colegio y pantalón gris. Prendida al alma, su mejor sonrisa y el mate en el bolso, escondido como si fuera contrabando.
El colegio era enorme, prolijo, y olía a desinfectante y galletitas de manteca. Los pasillos estaban llenos de cartelitos coloridos en inglés, lo que le pareció irónico, ya que ella todavía se confundía entre “Library” y “Laboratory”.
—Miss Moretti, bienvenida —le dijo la directora con una amabilidad casi sospechosa.
—Tank iu —respondió Luján, sin saber si le estaba agradeciendo o deseándole suerte a ella misma.
En el aula la esperaban veinte niñitos impecables, con uniformes y acentos británicos más marcados que el Big Ben. Luján respiró hondo y dijo:
—Hola chicos. I'm Luján, your teacher. I from Argentina. I like... mate. And Messi.
Risas. Muchas.
Entre las caritas atentas, una sobresalía: un niño con ojos intensos, postura seria y expresión de “yo ya sé todo y vos no sabés nada”.
—Hi, Max —le dijo, leyendo su nombre del cartelito en el banco—. How are you?
Max la miró fijo y dijo con tono desafiante:
—My name is Maximilian Blake. Not Max. Only my dad says Max.
—Bueno, Maxi... —empezó Luján, sin filtro.
—That’s worse.
Las carcajadas del curso no tardaron. Luján se encogió de hombros, acercó su bolso al escritorio y murmuró en voz baja:
—Este chico necesita una buena dosis de humor y un par de mates.
Esa misma tarde, en la sala de profesores, Sophie y Adam le comentaron sobre un hogar de niños cercano al colegio que siempre buscaba voluntarios.
—Te gustaría, Lu —dijo Adam mientras le cebaba un té que, según él, era “igualito al mate”. No lo era.
—Los niños son dulces, y muchos no tienen a nadie. Están necesitados de cariño.
—¿Y yo qué tengo cara de osito cariñoso? —respondió Luján, bromeando.
—Más bien de mapache loco —agregó Sophie con una sonrisa.
—Perfecto, entonces soy su candidata ideal.Lo que Luján no sabía, es que entre pizarras, errores de pronunciación, chicos británicos con aires de lord, y un hogar lleno de historias por contar, su vida estaba a punto de dar un giro. Uno de esos que no se planifican, pero se sienten como un golpe suave en el corazón.