En caso que te cruces conmigo

Capítulo 2: Entre tizas, acentos y personalidades explosivas

Había dormido poco y nada. A eso de las cuatro de la mañana me encontraba tomando mate con la ventana entreabierta, mirando las calles tranquilas de Londres como si fueran parte de una película extranjera sin subtítulos. El domingo me había costado más de lo habitual: entre planchar el uniforme, organizar la mochila y repetir en voz baja frases en inglés que ni yo entendía, me sentía como una gladiadora antes de entrar al coliseo. Solo que, en lugar de lanza y escudo, yo tenía marcadores y un diccionario de bolsillo.

El lunes amaneció nublado, como si el clima británico quisiera recibirme con su sello de fábrica. Me miré en el espejo: uniforme planchado, rodete prolijo, un poco de corrector para disimular las ojeras y ese miedo invisible que solo conocen quienes se animan a empezar de cero.
Caminé hasta la escuela con paso firme, pero con la panza hecha un nudo. Al llegar, todo parecía sacado de una postal antigua: pasillos de madera, techos altos y un reloj que parecía marcar el tiempo desde la época victoriana. Me recibieron con sonrisas amables y miradas de “veremos cuánto dura”. Y ahí estaba yo, Miss Moretti para los británicos, Luján para los de siempre.
Mi aula era amplia y luminosa. En la pizarra, alguien ya había escrito “Bienvenida, Miss Moretti” con letra cursiva. Me senté un segundo a respirar, pero no tuve tiempo: la puerta se abrió y comenzaron a entrar los alumnos.
Los primeros fueron los simpáticos: caritas limpias, uniformes impecables y sonrisas radiantes. Después, los tímidos, que entraban en puntas de pie como si interrumpieran algo sagrado. Y por último, los terremotos. Esos que apenas pisan el aula ya estás rezando el Padre Nuestro. Y entre ellos, como salido de un casting de mini CEOs, apareció Max. Tarde. Carita seria, postura desafiante, y ese brillo en los ojos que te dice sé más de lo que muestro. Se sentó en el fondo, cruzó los brazos y me evaluó de pies a cabeza. Buen comienzo, pensé.
La jornada transcurrió entre presentaciones, explicaciones de normas y una batalla campal entre mi acento y sus orejas británicas. Cuando les dije que el pizarrón era la “pizarra”, se rieron. Uno preguntó si en Argentina todos hablábamos cantando. Otro quiso saber si tomábamos mate en lugar de té. Respondí que sí, y que encima era mejor. Me gané las primeras carcajadas.
El martes fue el día en que empecé a notar a los que se destacaban. Había una nena que escribía como si tuviera siete manos. Otro que resolvía problemas matemáticos como si fueran crucigramas. Y, por supuesto, los que desafiaban mi paciencia cada cinco minutos. Molly, por ejemplo, me escondió el borrador y dijo que había desaparecido con “magia británica”. Le contesté que si era tan buena bruja, hiciera aparecer una empanada y nos riamos juntas.
El miércoles me bautizaron como una fusión de la señorita Miel y Tronchatoro. Lo escuché en el recreo. Uno dijo: “Es re dulce, pero te mira así y se te enfría el alma”. Otro respondió: “Es como tener una mamá buena que si te portás mal, te habla con voz de Dios”. Me sentí halagada.

El jueves llegó la prueba de fuego: una burla hacia un nene con acento extranjero. Paré la clase. Me senté al borde del escritorio y, con voz baja, les conté cómo era crecer siendo “la distinta”, la que pronunciaba mal, la que usaba otras palabras, la que no encajaba del todo. Les hablé de mi mamá, de nuestros viajes en colectivo por Buenos Aires, de cuando llegamos sin conocer a nadie. Al terminar, se hizo un silencio. Max, desde el fondo, levantó la mano. Dijo: “Usted no habla raro, Miss. Usted suena a casa”. Me tembló todo. Pero me mantuve profesional, le sonreí y le dije que guarde su cuaderno.
Y el viernes… El viernes fue mágico. Me esperaron con una cartulina que decía “Gracias, Miss Moretti, por enseñarnos con corazón y mate”. Emma, la más calladita, me trajo una flor de papel que decía “Best Miss Ever”. La abracé fuerte, cuidando que no se me escape ninguna lágrima traicionera.
Esa noche, en mi mini piso, tomé un mate mirando por la ventana. Me reí sola al recordar cómo, en apenas cinco días, pasé de ser la “profe nueva con acento raro” a la mezcla perfecta entre contención y autoridad. Y pensé que sí, Londres era otra cultura, otro idioma y otra vida… pero Luján Moretti seguía siendo la misma: medio loca, orgullosa, sensible y con más carácter que un café bien cargado.
Y eso, definitivamente, era solo el principio.



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En el texto hay: amor, famila, papa soltero

Editado: 26.05.2025

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