En caso que te cruces conmigo

Capítulo 3: Pandillas, títeres y algo en el aire

El sábado amaneció con ese tipo de sol tímido que no calienta pero al menos se digna a aparecer entre las nubes. Me desperté tarde, sin alarma, con el pelo hecho un nido y las piernas pidiendo tregua después de la primera semana como profesora internacional, influencer del pizarrón y, según algunos alumnos, jefa de disciplina con acento raro.
Mientras me cebaba un mate con el termo verde que había traído en la valija como si fuera oro, sonó mi celular. Era un mensaje de Sophie, mi compañera inglesa, mitad hada buena, mitad sargento del aula.
 “Hoy vamos con Adam al hogar a hacer lectura y títeres. ¿Te venís? Hay galletitas y niños dulces (y otros no tanto).”

Miré el mensaje, sorbí el primer trago de mate, y sonreí. Estaba cansada, pero si algo me podía, era la palabra “niños”. Y galletitas, para qué mentir.
A las once estábamos camino al hogar. Sophie manejaba su Mini Cooper como si fuera un tanque, y Adam —el otro profesor, mitad galán frustrado, mitad actor de teatro— no paraba de hacer chistes sobre cómo íbamos a sobrevivir a una manada de infantes armados con crayones.
El hogar estaba ubicado en una zona tranquila, rodeado de árboles y con ese aire de casa grande, de esas que parecen abrazarte al entrar. Apenas pasamos la puerta principal, el bullicio fue lo primero que nos recibió. Risas, voces, el chirrido de juguetes arrastrados por el piso. Un caos encantador.
Nos saludó Margaret, la directora, una señora de unos sesenta años con anteojos colgando del cuello y voz de abuela profesional. Nos agradeció por venir, nos ofreció té (yo pedí agua, mi mate estaba en la mochila) y nos llevó al salón principal, donde ya había colchonetas, cuentos y un teatrín de títeres armándose en una esquina.
Me asignaron el rincón de lectura. Me senté con un libro entre las manos, rodeada de niños que se acercaban tímidos. Algunos se sentaron al instante, otros preferían mirar desde lejos, evaluándome. Leí “Where the Wild Things Are” con el mejor inglés que me salía, exagerando voces, haciendo gestos, y riéndome junto a ellos. En un momento, una nena me corrigió la pronunciación de “rumpus”. Le agradecí como si me hubiera enseñado álgebra.
Entre historia e historia, mis ojos se distrajeron. Al otro lado del salón, justo cerca de una torre de almohadones, estaba ella. Chiquita, de rulitos dorados, con un overol lila manchado de témpera y cara de saber todos los secretos del universo. Rodeada de tres varoncitos que parecían seguirla como soldaditos fieles. No hacía falta preguntar. Esa, sin duda, era la famosa “cabecilla de la pandilla de los cuatro años”.
Sophie me había contado en la semana que los más pequeños del hogar se organizaban como en tribus, y que la líder indiscutida de la más traviesa era Emma. Según Adam, ya había organizado una revuelta contra el brócoli, tres escapadas en trencito y una votación para cambiarle el nombre al perro del hogar por “Señor Nariz”.
La vi levantar la vista. Nos encontramos. Ella me miró fijo, sin moverse. Yo le sonreí, le hice un gesto con la mano, y sin querer se me escapó un “hola” bajito. Ella entrecerró los ojos, como si evaluara si yo era digna o no. Después se giró como una reina y siguió hablando con su séquito. Me había ignorado olímpicamente. Hermosa y brava, pensé. Una combinación peligrosa. Y conocida.
Seguimos la jornada entre cuentos y funciones improvisadas. Adam se disfrazó con una toalla en la cabeza e hizo de dragón vegetariano. Sophie contaba historias con una gracia que me hacía dudar de si no estaba ante una actriz retirada. Yo, mientras tanto, intentaba acercarme a los chicos más tímidos, los que no participaban, los que se escondían detrás de un peluche. No hacía falta mucho: un gesto, una risa, un dibujo.
Emma seguía a lo lejos. A veces la sentía mirarme de reojo. A veces directamente me observaba sin disimulo. No dijo una palabra. Pero había algo, una especie de electricidad sutil que pasaba entre nosotras. Como si sin conocernos, supiéramos algo la una de la otra. Me resultó extraño. Me resultó… tierno.
Cuando empezó la merienda, aproveché el caos para sentarme sola un ratito. Busqué mi mate en la mochila y me puse a cebar en un rincón, mientras Adam peleaba por abrir una caja de jugos. Entonces, sin anunciarse, se acercó. Emma. Solita. Me miró con sus ojos enormes y me dijo, con voz seria:
—¿Qué es eso?
—Mate —le contesté, mostrándole la bombilla.
Ella frunció el ceño.
—¿Es una comida?
—No, es una bebida. En mi país, lo tomamos mucho. Es como nuestro té, pero más fuerte.
—¿Y por qué está en esa calabaza?
Me reí.
—Porque así se toma. Es una tradición.
Me miró en silencio. Después, se sentó a mi lado sin pedir permiso. Estuvimos así, en silencio. Yo tomando mate. Ella observando todo. Hasta que dijo:
—Vos hablás raro.
—Sí, ya me lo dijeron.
—Pero me gusta.
La miré. Sonreí. Y fue como si en ese gesto simple, algo se acomodara dentro mío.
A la tarde nos despedimos entre abrazos pegajosos, promesas de volver y manos que no querían soltar. Emma se limitó a hacerme un gesto con la cabeza. Como diciendo “estás aprobada”.
Esa noche, cuando volví a mi piso, me senté otra vez frente a la ventana con el mate. Pensé en Max, el niño serio que me desafiaba con la mirada, y en Emma, la líder diminuta con más carácter que medio gabinete británico.
Había algo en ellos. Algo que no sabía poner en palabras. Pero sí sabía una cosa: esa no iba a ser mi última visita al hogar. Ni mucho menos la última vez que Emma y yo compartíamos mate.
Y sin querer, mientras revolvía los restos de yerba con la bombilla, entendí que Londres me estaba cambiando. De a poquito, con niños, títeres y esos pequeños encuentros que no parecen importantes hasta que te dejan sin aire.



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En el texto hay: amor, famila, papa soltero

Editado: 26.05.2025

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