Sábado – Con Emma en el hogar
Londres olía a humedad y tostadas mal hechas. Era sábado y el cielo estaba más gris que de costumbre, como si se hubiese planchado con pena. Yo, en cambio, llegaba al hogar con mi termo bajo el brazo y una sonrisa dispuesta a batallar con cualquier nube londinense.
Sophie y Adam me habían invitado a acompañarlos a una jornada de lecturas y juegos. Desde la calle se escuchaban risas, zancadas y una canción de cuna remixada con algún hit de los ’80. El hogar era un caos tierno, una mezcla de colores chillones, muebles desparejados y corazones valientes.
Y ahí estaba ella.
Emma.
Vincha con orejas de gato, medias que no hacían pareja y mirada de jefa de pandilla. Sentada en una colchoneta azul, relataba Hansel y Gretel con robots y chistes internos, mientras un grupo de pequeños la escuchaba como si estuviera narrando una epopeya.
Me vio llegar. No gritó, no saludó. Solo me señaló el espacio a su lado, como si yo fuera parte del elenco. Me senté, obediente. Sabía quién mandaba.
Pasamos la mañana entre cuentos, títeres desmembrados y juegos de palabras que solo Emma entendía. Tomó mate de mi termo sin preguntar y se limpió la boca con mi bufanda. Me dijo que hablaba “raro”, que mi inglés parecía guaraní disfrazado. Le respondí que su acento londinense era sospechosamente dramático. Nos reímos. Mucho.
Después, en el patio, lideró la llamada “Pandilla de los Cuatro”, una especie de grupo revolucionario de niños de cuatro años que hacían piquetes de crayones y gritaban consignas inventadas. La llamaban “jefa”, y ella no lo negaba.
—¿Venís el próximo sábado también, Profe Luján? —me preguntó con los dedos cubiertos de témpera.
—¿Y vos creés que puedo resistirme?
—No —dijo, segura—. Pero traé más mate.
Y así, sin darme cuenta, me había ganado un lugar en su mundo. Uno que no se pedía, se conquistaba.
Lunes – Con Max en la escuela privada
El contraste era brutal.
Pasar del hogar al colegio privado era como salir de un videoclip de Fito Páez y entrar a una escena de Downton Abbey. Todo era ordenado, impecable, silencioso. Y ahí, en su escritorio impecable, estaba Max Blake. Impecable, silencioso, desconfiado.
La mañana había comenzado con un nuevo horario, una nueva materia y un aula que olía a lavanda y desinfectante de alta gama. Max estaba en su pupitre con los brazos cruzados y los cuadernos perfectamente alineados. Llevaba una chaqueta gris con botones dorados y una lapicera estilográfica que usaba para dibujar planos de naves espaciales. O eso parecía.
A media mañana, salimos al patio. Los chicos jugaban fútbol, gritaban, se empujaban. Max, en cambio, observaba. Sentado en un banco como si analizara un partido para la FIFA.
Me acerqué.
—¿Y vos? ¿No jugás?
—No. Observo.
—¿Te gustaría jugar?
—Sí.
—¿Y entonces?
—Papá no cree que sea apropiado. Podría lesionarme. Un esguince arruina un futuro académico.
Max hablaba como si tuviera una hipoteca y un portafolio de inversiones. Me senté a su lado.
—¿Y vos qué creés?
—Que podría ser bueno. Pero si fallo, todos se burlarían.
—¿Y si no fallás?
—¿Y si sí?
Justo entonces, Niki, el niño más insoportable de la clase, pasó trotando cerca y lanzó una burla.
—¡Vamos, Maxito! ¿Te da miedo despeinarte?
No hubo tiempo para reacciones. En menos de dos segundos, Max se paró, se acercó y con una llave digna de una película de acción, lo hizo rodar por el pasto sin romperle un solo hueso.
Me acerqué, alarmada.
—¿Qué fue eso?
—Autodefensa. Solo empujé. Técnica básica.
Suspiré. Otro escándalo en puerta.
—Necesitamos hacer un trato, Max Blake.
Él me miró con esa cara seria que parecía calcada de su padre.
—Prometeme que no vas a volver a pelear. Y yo prometo convencer a tu papá de que te deje jugar.
—¿Y si no cumplís?
—Me hago cargo. Pero si yo cumplo, vos también.
Él asintió.
—Lo sellamos con un pinkie promise.
Estiramos los meñiques. Él apenas sonrió.
Y ahí supe que había logrado lo imposible: que Max, el pequeño ejecutivo emocionalmente blindado, confiara un poquito en mí.
Ese día, mientras volvía a casa caminando entre el viento helado y mis propios pensamientos, supe que estaba cambiando.
Emma me había enseñado a amar sin miedo.
Max, a escuchar sin juzgar.
Y yo… yo empezaba a entender que quizás este viaje no era solo por plata. Ni por miedo.
Sino por destino.