El lunes se había convertido en mi nuevo viernes. Desde que Max me había hecho su “pinkie promise”, me sentía responsable de ese pequeño futuro magnate. Y esa mañana, mientras me ataba los cordones con la torpeza de alguien que aún no asimilaba el huso horario, decidí que había llegado el momento.
Iba a hablar con su padre.
Con el padre.
Nathaniel Blake.
Solo había escuchado su nombre entre susurros. Algunos docentes lo describían como “el CEO del universo”. Otros, como “ese viudo imposible”. Pero todos coincidían en que su presencia imponía respeto. Y, en algunos casos, sudoración excesiva.
Mandé un correo breve y formal.
Estimado señor Blake:
Soy la profesora Luján Moretti, docente titular de Max en la clase 1B.
Quisiera conversar con usted sobre un tema relevante en el desarrollo emocional de su hijo.
¿Podría acercarse mañana a las 15:00 al aula 2?
Atentamente,
Luján Moretti.
Y al día siguiente, puntualmente a las tres en punto, se abrió la puerta.
Él.
Nathaniel Blake.
Traje gris oscuro, abrigo tres cuartos con cuello levantado, y unos zapatos tan brillantes que podía verme reflejada haciendo cara de “oh no, es mucho más guapo de lo que esperaba”. Tenía el ceño fruncido, las manos cruzadas detrás de la espalda y esa mirada de quien tiene cosas más importantes que atender. Como salvar al mundo, por ejemplo.
—Señorita Moretti —dijo, sin sonreír.
—Señor Blake. Gracias por venir.
—Max no está enfermo, ¿verdad?
—No. Pero sí está limitado.
—¿Cómo dice?
—Limitado. Por usted.
Lo dije sin filtro. Ni anestesia. A veces me pasaba eso: la lengua más rápida que el cerebro.
Él me observó. No con enojo, sino con algo peor: con juicio.
—Max tiene todo lo que necesita. Educación, cuidados, estímulo intelectual.
—Sí, pero no tiene fútbol.
Hubo un silencio incómodo. Yo me paré derecha, como si fuera a recibir una medalla. Él apenas alzó una ceja.
—¿Esto es en serio?
—Completamente. Max quiere jugar en el equipo de fútbol. Tiene ganas, habilidad y, según mis cálculos, una patada que puede demoler el ego de cualquiera.
—No es un deporte seguro.
—Tampoco lo es vivir. Y sin embargo, acá estamos.
Nathaniel se acercó al escritorio. Puso ambas manos sobre la superficie como si estuviera a punto de negociar la paz entre dos galaxias.
—Usted es nueva, señorita Moretti.
—Argentina, además. Soy como el Fernet: se me aprende a querer.
—No estoy aquí para debatir con usted sobre disciplinas deportivas. Max es mi hijo, y yo decido.
—Y yo soy su maestra. Y veo a un nene de cuatro años con miedo a equivocarse. ¿Quiere que lo críe como un adulto o que viva como un niño?
Nathaniel apretó la mandíbula. Yo lo vi. Estaba por contestarme con algo frío, agudo, y probablemente hiriente. Pero en vez de eso…
—¿Usted jugaba al fútbol de niña?
—No. Yo organizaba los partidos. Y después vendía jugo con sobreprecio. Empresaria desde la cuna.
Eso lo descolocó. Por una milésima de segundo, la comisura de su boca se elevó. No fue una sonrisa. Fue un temblor. Un anticipo.
—No me agrada que me contradigan.
—A mí tampoco. Pero aún así, lo hago constantemente conmigo misma.
Nathaniel se giró. Caminó hasta la ventana. Observó el patio donde unos niños pateaban una pelota sin dirección. Max estaba entre ellos, riéndose con los ojos.
—No quiero que lo lastimen.
—Lo entiendo. Pero impedirle jugar también lo lastima. Solo que de una forma más silenciosa.
Él no dijo nada durante un largo rato. Me pregunté si me había pasado. Si mi contrato decía algo sobre “no confrontar millonarios británicos antes del té”. Pero finalmente, habló.
—Una condición.
—Diga.
—Quiero verlo entrenar. Si me convence, puede unirse al equipo.
—¿Y si no?
—Entonces hablaremos de nuevo. Y quizás… le compre una pelota con GPS para que juegue solo.
—¿Acepta mi plan con tal de tener la última palabra?
—¿Hay otra forma de vivir?
Nos quedamos mirando, en un duelo silencioso.
Y entonces, lo vi.
Por debajo del traje caro, del gesto de acero y la voz firme… había un hombre que había amado y perdido. Que temía volver a fallar.
—Está bien —dije más suave—. Usted cuida a Max. Yo también. Hagámoslo juntos.
Nathaniel asintió. Se giró para marcharse, pero en la puerta se detuvo.
—¿Usted siempre discute así? ¿Cómo si estuviera vendiendo empanadas en una plaza?
—Solo cuando me importa el cliente.
Y ahí, lo vi. La sonrisa completa. No disimulada. No medida.
Auténtica.
Y por algún motivo —que aún no termino de entender—, sentí que algo en mí se desordenaba. Como si su risa hubiera pateado una pelota directa a mi estómago.
Y peor aún: no me dolió.
Me gustó.