Si alguien me hubiera dicho, un mes atrás, que un lunes cualquiera terminaría usando una camiseta escolar infantil sobre una camisa Ralph Lauren, probablemente habría llamado a seguridad. Pero ahí estaba. En mi propia casa. Frente al espejo. Con el escudo del equipo escolar de Max justo sobre el bolsillo de mi corazón. Arriba del traje. Con el nudo de la corbata todavía colgando a medio hacer. Y con Christopher en el fondo riéndose como un hiena descompuesta.
—¿Listo, papá oso? —preguntó entre carcajadas.
—Voy a arrepentirme de esto, ¿verdad?
—Más que de haberte comprado ese vino francés de quinientos euros que sabías que sabía a vinagre. Dale, hombre, es el primer partido de tu hijo.
Suspiré. Hondo. Como si me estuviera preparando para una junta con inversionistas coreanos. Pero esta vez, el escenario era peor: la tribuna de la escuela primaria privada de Londres, sección padres entusiastas. O como yo prefería llamarla: el infierno con termos.
Claro que nada de esto habría ocurrido sin esa pequeña tormenta argentina que atendía por Luján Moretti.
Desde aquella reunión donde discutimos sobre fútbol como si el futuro del universo dependiera de ello, algo cambió. No sé si fue su descaro o su manera absurda de usar frases como “patear el tablero” y “sacarse la mufa”. Pero lo cierto es que acepté.
Acepté llevar a Max a los entrenamientos.
Acepté quedarme a verlos…Acepté… sentirme orgulloso.
El primer día fue una catástrofe.
—Papá, no me mires.
—Solo estoy acá. Por si pasa algo.
—Te estoy viendo de reojo. Me hacés nervioso.
—Bueno, me doy vuelta…
—No. Porque entonces siento que no te importa.
—¿Querés que me quede o que me vaya?
—¡Quiero que mires sin mirar!
No había manual para esto.
La segunda práctica fue peor. Max tropezó, se raspó la rodilla y me levanté de la banca como si hubieran detonado una alarma nuclear. Corrí hacia él, saqué un pañuelo con alcohol en gel, y empecé a revisarlo como si fuera cirujano.
—¡Papá! ¡Estás haciendo un escándalo!
—¡Podés tener una infección!
—¡Es una costra!
Chris me sacó de ahí del brazo.
—Nathaniel, te lo digo como tu mejor amigo: tenés que soltar el control remoto emocional. Max va a estar bien. Es fuerte. Y se lo merece.
Y tenía razón.
A medida que pasaban las semanas, algo en mí se aflojaba. La corbata se quedaba en el asiento del auto. El teléfono en modo avión. Y yo… me convertía en espectador. No como CEO. No como padre viudo. Como alguien que simplemente disfruta ver a su hijo correr detrás de una pelota como si en eso le fuera la vida.
Y hoy… era el gran día.
—¡Estás listo, campeón! —gritó Chris, poniéndose su propio cartel ridículo: “MAX: el magnate de Londres. Heredero de los Black. Promesa del fútbol infantil. Votenlo para alcalde.”
—¿Eso no es un poco exagerado? —pregunté, cruzándome de brazos mientras me quitaba el saco para mostrar la camiseta.
—¿Exagerado? Esto es amor paternal, versión rockstar.
Salimos hacia la escuela. Max iba adelante, con su uniforme azul y blanco, las medias largas hasta las rodillas, y el pelo peinado para atrás como si fuera a un desfile.
—¿Estás nervioso? —le pregunté, mientras le alcanzaba su botella de agua.
—Solo si vos lo estás —me respondió sin mirarme.
Y ahí lo supe. Ya no necesitaba que yo lo protegiera de todo. Solo necesitaba que lo mirara jugar. Nada más. Nada menos.
La tribuna estaba llena. Padres y madres con carteles, bombos, cornetas y una intensidad que daba miedo. Yo me senté en el extremo, con Chris al lado, y apenas me dejé llevar por el ambiente… me convertí en uno más.
—¡VAMOS MAX! ¡ESA ES TU PELOTA!
—¡CORRÉ COMO SI FUERAS A HEREDAR UN BANCO! —gritó Chris, completamente fuera de control.
Max jugaba con una mezcla de concentración y disfrute. Dio dos asistencias, esquivó a un grandulón con un amague que parecía sacado de la Premier League y luego… el problema.
Niki.
El nene que siempre encontraba la forma de molestar. Esta vez, no en la cancha.
Sino su papá, en la tribuna.
—¡Vamos, Niki! ¡Ese hijo de ricachón no sabe ni correr!
Me puse de pie…No pensé…No respiré.
Fui directo hacia él con el ceño fruncido y la paciencia en el suelo.
—¿Disculpe?
—Nada personal, señor. Pero estos chicos ricos no tienen madera.
—¿Perdón?
—Usted sabe. Estos chicos de elite que piensan que todo se compra.
—Max se gana cada cosa que tiene. Incluso estar acá. Y si tiene algo más, es gracias al trabajo y al amor. No me venga con resentimientos baratos.
—¡Uy, se ofendió el banquero!
Y justo antes de que yo pudiera contestarle algo menos diplomático…
—¡¿Me permite un segundo, señor millonario?! —gritó una voz familiar.
Luján. Subiendo por la grada como si estuviera marchando en una protesta.
—A ver, señor griterío —le dijo al padre de Niki—. ¿No le enseñaron a no juzgar a los niños por la billetera de los padres? ¿O le pasaron de largo los valores en la vida?
—¿Y usted quién es?
—La que no tiene ni una moneda en el bolsillo, pero un corazón de oro para cuidar a los chicos que valen la pena.
La tribuna aplaudió. Literalmente. Una señora hasta le ofreció una reverencia.
Yo la miré.Ella me miró.Y fue como si, por un momento, el mundo se aquietara.
Max hizo un gol. Su primer gol.
Y mientras lo abrazaban sus compañeros, y Chris se ponía de pie con los brazos en alto, y los padres aplaudían con entusiasmo… yo solo pude pensar en una cosa.
Luján.
Ese caos de mujer con acento del norte y carácter de vendaval.
Y mi hijo, con los ojos brillantes y los brazos abiertos, corriendo hacia la tribuna.
—¡Papá! ¡Viste! ¡Lo hice!
—¡Lo hiciste, campeón!
Y no sé si fue el sol de otoño, o la alegría de verlo feliz, o la locura de Chris saltando a mi lado con una pancarta fluorescente…
Pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo en mí volvía a latir.
Fuerte.
Claro.
Y lleno de vida.