En caso que te cruces conmigo

Capítulo 8 – Piña en la pizza y dibujos que rompen el alma

Juro por todo lo que amo en este mundo —el mate, el tango y las empanadas de mi vieja— que nunca voy a entender cómo alguien puede no amar la pizza con ananá.
Y, sin embargo, ahí estaba él. Nathaniel Blake, el señor sofisticado, mirándome con horror como si le hubiera ofrecido un bocado de pizza con cucarachas en salsa. Había logrado convencerlo —a base de pura insistencia argentina— de que la hawaiana de mi pizzería favorita era “una experiencia que no podía perderse si realmente quería vivir en serio”. Nate había accedido, más por agotamiento que por entusiasmo. Max nos acompañaba, callado al principio, observando como si estuviera midiendo cuánto tardaríamos en matarnos entre nosotros.
—Dale, probala —le insistí, con la porción en la mano extendida como una ofrenda.
—Esto… tiene piña —dijo, como si eso fuera una aberración universal.
—Y vos tenés un problema con la felicidad, evidentemente. Vamos, inglés, un solo mordisco. No te vas a morir.
Max soltó una risita muda. Nate me fulminó con la mirada, pero mordió. Apenas tocó la piña con los dientes, frunció la nariz como un nene.
—No está mal —murmuró.
—¿Viste? —respondí triunfante.
—Pero igual le voy a sacar los trozos de ananá. Es un sacrilegio —agregó, retirándolos con el tenedor con una expresión de escándalo.
—Ay, por favor, tenés cinco años.
—Y vos un paladar dudoso —contraatacó.
Nos miramos. Y reímos. Así, como si fuéramos dos adolescentes discutiendo en un recreo. Fue raro. Raro y hermoso. Porque por un momento, solo por un momento, se cayó la coraza de Nate. Y ahí estaba él, sin títulos, sin distancia, riéndose conmigo y con su hijo, en una pizzería ruidosa de Londres.
Max, por su parte, se volvió más hablador a medida que pasaba la noche. Me contó de sus clases, de un compañero que se tiró un eructo gigante en el comedor, y de lo mucho que le gustaba la pizza (aunque él prefería sin “cosas dulces raras”). Lo observé con ternura. Era un chico dulce, inteligente, un poco solitario. No podía evitar preguntarme cuántas veces se habría reído así desde que su mamá ya no estaba.
Esa noche, después de dejar a los chicos —sí, a los dos, porque Nate también empezaba a parecerme un nene grande cuando se soltaba un poco—, volví a casa con la cabeza hecha un torbellino. No podía dejar de pensar en ellos. En cómo Max me había mirado cuando le conté un chiste tonto. En cómo Nate me había sostenido la mirada un segundo más de lo necesario. En cómo me había sonreído.
Y ahí empezaron los sueños.
Primero, uno en una plaza. Yo en el pasto, sobre una manta a cuadros, con una cesta de picnic entre mis piernas. Nate a mi lado, descalzo, con una camisa remangada y cara de domingo. Max corría detrás de una pelota, riendo a carcajadas. Y Emma. Sí, Emma también estaba. Con un sombrero ridículo y una muñeca bajo el brazo. Me traía flores que había arrancado del cantero y me decía: “Mirá, para vos, seño”.
Me desperté con el corazón latiendo fuerte. No por Nate, o no solo por él. Lo que me perturbaba era esa certeza extraña de que, en ese mundo onírico, los cuatro teníamos sentido. Como si yo les perteneciera. Como si ellos me pertenecieran a mí.
Después vino el sueño de la cocina. Yo batiendo huevos, Nate friendo pan, Max armando la mesa con cubiertos mal puestos, Emma sentada en la mesada, lamiendo una cuchara con dulce de leche. Todo desprolijo, cálido. Familiar. Tan íntimo que me dio miedo.
Y empecé a ir más seguido al hogar.
Pasé de ir los sábados por la mañana a colarme los lunes después del trabajo. Después también los miércoles. Después casi todos los días. Al principio decía que era para ayudar con tareas escolares, leer cuentos, dar una mano con las meriendas. Mentira. Iba por Emma.
Ella me esperaba en la puerta. Saltaba a mis brazos, me hablaba sin parar, me mostraba cada dibujo como si fuera un Picasso y me llenaba la remera de brillantina. Y yo… yo no podía ni quería resistirme.
Pasé de quedarme una hora a quedarme tres. Me perdía entre risas, juegos, preguntas infinitas. Y después venía lo más duro: la despedida.
—¿Volvés mañana, seño? —me preguntaba siempre Emma.
—Si puedo, sí.
—¿Y si no podés, venís igual? —me decía con esos ojazos redondos.
Ahí es donde más me costaba. Porque sí, quería volver. Quería quedarme. A veces soñaba con llevármela, con darle ese abrazo de buenas noches que no tenía. Pero sabía que no era tan fácil.
Un día, después de leerles un cuento —Matilda, claro, porque ya sabían que era mi favorito—, les propuse una actividad:
—Vamos a dibujar lo que más queremos en esta vida. Lo que más desearíamos que pasara. Puede ser lo que quieran: una casa, un perro, un viaje, una persona…
Todos se lanzaron sobre los crayones. La sala se llenó de voces y colores. Emma, como siempre, buscó sentarse cerca de mí. Me mostró cómo había aprendido a hacer corazones, aunque le salieran torcidos. Al rato, se fue a su rincón con su mejor amiga, Samanta, una nena de ocho años que ya escribía con letra clara.
Después de un rato, empezaron a mostrarme sus obras. Y ahí lo vi.
Una hoja blanca, con dos figuras tomadas de la mano. Una era inconfundiblemente Emma: pelo en dos colitas, vestido rosa, sonrisa gigante. La otra… era yo. Con mi pelo enrulado, mi ropa colorida y mis aros de pompón. Y abajo, escrito en imprenta desprolija y letra grande, decía:
“Quiero ser como Matilda y la maestra Miel. Que la historia se repita.”
Me quedé sin palabras.
—¿Esto lo escribiste vos, Emmita? —pregunté, con la voz temblando.
—No, Samanta me ayudó, pero yo se lo dije —respondió, orgullosa.
—¿Y eso es lo que más querés?
—Sí. Quiero que vos seas como la maestra Miel. Que vengas siempre. Que vivamos juntas.
Tuve que mirar para otro lado.
Me fui al baño. Me lavé la cara. Respiré. Y cuando volví, Emma me abrazó como si no hubiese pasado nada. Pero yo sí sabía lo que había pasado. Esa nena me acababa de arrancar el alma del cuerpo, mostrármela y decirme “esto sos para mí”.
Desde entonces, lo difícil ya no fue ir al hogar. Lo difícil fue dejarla.



#6687 en Novela romántica
#3131 en Otros
#671 en Humor

En el texto hay: amor, famila, papa soltero

Editado: 26.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.