Sí. Me lo robé.
Sin remordimientos. Sin culpa. Me llevé el dibujo de Emma del hogar como quien se lleva un tesoro arqueológico de valor incalculable. Era mío. Bueno, no mío, pero… ¿cómo explicarlo? Era nuestro. De ella y mío. De un vínculo que no sabíamos nombrar, pero que crecía todos los días como las plantas en primavera. Así que sí, lo tomé con total descaro, lo doblé con cuidado y lo guardé en la carpeta que uso para llevar papeles de la escuela.
Y esa misma tarde, en la sala de maestros de la escuela privada más pulcra y brillante del planeta, lo pegué con cinta en la puerta interior de mi armario. Ahí. Bien visible. Al lado de una postal de Mar del Plata, una foto mía de cuando tenía diez y una notita escrita por mi mamá que decía “Acordate de quién sos”. Ahora, en ese collage caótico, también estaba Emma, de mi mano, con su frase escrita en letra imprenta torpe: “Quiero ser como Matilda y la maestra Miel. Que la historia se repita.”
—¿Quién lo dibujó? —preguntó una vocecita detrás de mí.
Me giré. Max. El pequeño Max Blake. Cabello revuelto, uniforme un poco suelto, carita seria, curiosidad palpitante.
—¿El dibujo? —pregunté, agachándome a su altura.
—Sí. Es lindo. ¿Es tuyo?
Lo miré con ternura. Había algo en su tono… un hilito de celos, como cuando un amigo tuyo juega con otro amigo y no sabés si te están reemplazando.
—Lo hizo una pequeña super traviesa que se llama Emma —le respondí, sonriendo.
Max frunció el ceño.
—¿Es tu hija?
—¿Mi hija? No, no, no. Aunque si fuera mía, estaría más orgullosa que un pavo real.
—¿Entonces quién es?
—Es una nena que visito mucho. Vive en un lugar especial, un hogar.
Max ladeó la cabeza.
—¿Un hogar? ¿Cómo una casa?
—Más o menos, chiquito. Te explico: es un lugar donde viven niños que no tienen la suerte de tener papás o mamás que los cuiden.
—¿Cómo que no tienen papás? —preguntó, alarmado.
—A veces no los tienen, y otras veces sí, pero no pueden vivir con ellos. Entonces en el hogar hay personas que los cuidan, les dan comida, los llevan al cole, les leen cuentos… pero no es lo mismo que tener una familia.
Max se quedó pensativo. Sus deditos jugaron con el borde de su camisa mientras masticaba lo que le había dicho. Entonces, alzó la mirada.
—¿Emma vive ahí?
—Sí, mi amor.
—¿Y está triste?
—A veces sí, a veces no. Es muy valiente. Y muy divertida.
—Quiero conocerla.
Me congelé un segundo.
—¿Eh?
—Sí. Quiero jugar con ella. Si es tu amiga, quiero que sea mi amiga también.
Mi corazón, en ese momento, se convirtió en gelatina.
—¿De verdad querés conocerla?
—Sí. Podemos ir los tres, vos, yo y papá. Y yo puedo llevar mis juguetes viejos. Hay un montón que ya no uso. Seguro a los nenes del hogar les gusta.
Me arrodillé para mirarlo de frente.
—Max… eso que estás diciendo es… muy lindo. ¿Estás seguro?
—Sí. Pero tenés que convencer a papá. A veces se hace el difícil —dijo con los brazos cruzados, haciendo una perfecta imitación de Nate.
No pude evitar reírme.
—Bueno, voy a hacer mi mejor esfuerzo. Pero si no me ayuda, lo convences vos con esos ojitos.
—Sí, eso siempre funciona —contestó muy serio.
Me lo comí a besos.
Esa tarde, mientras preparaba una clase de ciencias con vasos descartables y témpera, no podía dejar de pensar en lo que Max había dicho. En cómo su corazón se había abierto tan naturalmente. En cómo había comprendido, sin miedo ni prejuicio, lo que era un hogar, lo que significaba la ausencia, y había querido estar ahí.
Pensé en Nate.
Él no sabía todo esto aún. No sabía que su hijo quería ir a un hogar a llevar juguetes. No sabía que yo me había robado un dibujo. No sabía que, todas las noches, soñaba con ellos tres. Con Emma y Max jugando juntos, con Nate riéndose, con una versión de mí más plena que nunca.
Y entonces tuve una idea. O una locura. O un plan. O todo junto.
—¿Querés que vayamos a dónde? —preguntó Nate, mirándome con una ceja arqueada.
Estábamos en el jardín de la escuela, mientras Max pateaba una pelota en el recreo.
—Al hogar. Vos, yo y Max. Solo una visita. Hay niños hermosos, dulces, divertidos. Emma, por ejemplo. Max quiere conocerla.
—¿Y de dónde sacó esa idea?
—Del dibujo.
Le señalé el armario. Nate se acercó, leyó la frase con atención y se quedó en silencio.
—La historia de Matilda y la maestra Miel, ¿eh? —murmuró.
—Sí. Aunque yo me parezco más a Tronchatoro con resaca algunos días.
—No coincido —dijo, sin mirarme.
Fue tan suave que casi no lo oí.
—¿Cómo es Emma? —preguntó, cambiando de tema.
—Es luz en frasco pequeño. Una artista, una bailarina, una traviesa. Tiene cuatro años y una risa que te desarma.
Nate asintió lentamente.
—Y Max quiere ir.
—Sí. Y quiere llevar juguetes. Es una buena idea, ¿no?
—Es una idea peligrosa.
Lo miré, herida.
—¿Por qué?
—Porque puede romperle el corazón.
—O puede agrandárselo —respondí sin titubear.
Él se quedó callado un instante. Luego, sin decir nada más, se volvió hacia su hijo. Max, como si nos hubiese estado espiando, gritó desde el campo:
—¡Papá! ¡¿Podemos ir con Luján a ver a Emma?! ¡Porfa, porfa!
Nate suspiró. Me miró. Sonrió, apenas.
—No sé cómo lo hacés, Moretti.
—¿El qué?
—Meterte en la cabeza de todos. Y en sus corazones.
Me encogí de hombros.
—Debe ser el ananá en la pizza.
Ese fin de semana teníamos un plan. Y esta vez, no era solo mío.
Era de los tres.
Y aunque Emma todavía no lo sabía, pronto tendría la mejor visita sorpresa de su vida.