La mañana empezó con un “papá, ¿hoy vamos al hogar de niños?” mientras Max intentaba meter su cabeza dentro del armario de juguetes como si eso lo acercara más a Emma.
Yo apenas había dado el primer sorbo al café cuando ya tenía una montaña de muñecos, autos y pelotas en el living. Max tenía una misión y, al parecer, yo era el encargado logístico de la operación.
—Papá, este no —decía, tirando un robot a un rincón—. Este sí —y abrazaba un dinosaurio descascarado con un cuerno menos—. Este se lo voy a dar a un nene que no tenga uno.
No sabía bien en qué momento me había convertido en el chofer de mi hijo para visitar un hogar infantil ni cómo Luján, esa maestra llena de ideas ridículas y risueñas, me había convencido. O peor aún, cómo había convencido a Max.
Pero ahí estábamos. Rodeados de juguetes que ya no usaba, y sin embargo, la parte más sorprendente fue cuando Max se quedó quieto. En silencio. Cosa rara. Y fue directo a su cama, sacó al viejo Mono-Mono —su peluche favorito desde que era bebé, con las orejas mordidas, el olor a infancia y la etiqueta deshilachada que nunca dejaba tocar—
—¿Ese también? —pregunté, con cuidado.
—Sí. Se lo voy a dar a Emma —me dijo con una sonrisa.
—¿Estás seguro, Max? Es tu favorito…
—Por eso. Porque a Emma le va a gustar más que a mí.
No dije nada. Tragué saliva. A veces mi hijo me dejaba sin palabras, y otras veces me partía en dos.
Una hora después estábamos subiendo todo al auto. Yo hacía malabares con las bolsas de juguetes mientras él corría en círculos a mi alrededor, ansioso. Y para colmo, aún faltaba buscar a la señorita terremoto, como había empezado a llamarla en mi cabeza: Luján Moretti.
—¿No te olvidás de ella, no, papá?
—Imposible, hijo. Es como olvidarse de un incendio.
Max se rió sin entender del todo, pero esa risa me bastó.
Cuando llegó al auto, Luján traía una mochila colgada de un solo hombro, dos bolsas de papas fritas (¿para qué dos?) y una sonrisa que me resultaba peligrosamente contagiosa.
—¡Hola, mis muchachos favoritos!
—Hola, señorita ideas locas —le dije, sin filtro.
—¡Ay, gracias! Es lo más bonito que me dijeron en toda la semana —contestó, feliz, como si fuera un halago.
Durante el viaje, Max habló tanto que pensé que en algún momento se iba a desmayar por falta de oxígeno. Luján le respondía todo como si estuvieran en un programa de radio, y yo conducía en silencio, aunque por dentro, mi cabeza no paraba.
No sabía qué esperaba encontrar en ese hogar. Quizás tristeza. Quizás algo que me removiera. Pero no estaba listo para lo que sentí al llegar.
Nos recibieron con una alegría desbordante. Los niños corrían, reían, nos rodeaban como si fuésemos estrellas de rock. Pero entre todos, una pequeña cabecita de rulos y ojos vivaces se robó el centro de la escena.
—¡Ella es Emma! —dijo Luján, señalándola con cariño.
Emma. La famosa Emma.
Era menuda, descalza, con un vestido floreado y un carisma que no le cabía en el cuerpo. Me miró con ojos muy abiertos, deteniéndose unos segundos como si me estudiara... y después, muy seria, dijo:
—¿Usted es un príncipe?
Yo no supe qué decir. Abrí la boca y cerré la boca.
—No, no, no —intervino Luján, riéndose a carcajadas—. Él no es un príncipe. El príncipe es ese que viene ahí —y señaló a Max que se acercaba con Mono-Mono apretado contra el pecho.
Emma frunció el ceño, los miró a los dos y dijo con toda la lógica de una niña de cuatro años:
—Entonces si él es un príncipe… y se parece a usted… usted es el rey.
Max se rio. Luján también. Yo no. Porque, por alguna razón, la declaración me afectó. Había algo en los ojos de Emma. No eran iguales a los de Elizabeth, pero sí… algo. Una chispa, un calor que hacía mucho no veía. Me conmovió.
—¿Y yo puedo ser una princesa? —preguntó Emma, sin dejar de mirarme.
—Claro que sí —dije, sin dudarlo—. Princesa Emma suena perfecto.
Y ahí quedé. Rendido. No había marcha atrás.
Las siguientes horas fueron un caos encantador. Max y Emma se entendieron de inmediato. Corrieron por todos lados, compartieron caramelos, pintaron paredes —con permiso, claro— y finalmente se sentaron juntos a dibujar.
—¡Listo! —gritó Emma, levantando la hoja como si fuera una obra maestra.
Me acerqué. Estaban los cuatro. Max, Emma, Luján y yo. Todos dibujados con trazos torpes, sonrisas exageradas y colores fuera de los bordes. Luján se acercó por detrás y lo miró embobada.
—¡Ay, qué belleza! ¡Lo amé!
—¿Es para mí? —preguntó, ya con la hoja en la mano.
Max miró a Emma. Emma la miró a ella. Y luego, con voz segura, dijo:
—No. Es para él —y me lo entregó a mí.
Yo lo tomé como si fuera el trofeo más importante de mi vida. Luján se quedó congelada, con cara de traición y un “¿perdón?” al borde del grito.
—¡Pero si yo soy la musa inspiradora!
—No, vos sos la que siempre quiere robarse mis cosas —le dije, escondiendo el dibujo detrás de mi espalda.
—¡Sos un nene! ¡Un nene grande y con trajes caros!
—Y vos una ladrona de obras de arte ajenas.
Emma y Max observaban como si fuera un show de títeres.
—¿Siempre se pelean así? —le susurró Emma a Max.
—Sí. Pero después se les pasa.
—Me gustaría acostumbrarme a eso —dijo ella.
Y yo… sentí que se me comprimía el pecho.
Nos despedimos con abrazos apretados, promesas de volver y un beso de Emma en mi mejilla que me dejó desarmado. Casi no pude hablar en el camino de vuelta.
Hasta que, claro, Luján rompió el silencio.
—Esto fue…
—Perfecto —dije, antes que termine la frase.
—Bueno, casi perfecto.
—¿Casi?
—Sí. Le faltaba Emma.
Max encendió la radio y empezó a cantar como loco. Luján lo siguió. Y yo… bueno, me sumé. Desafinamos los tres como una orquesta fallida, con los vidrios del auto temblando.
Y ahí, en ese caos, lo supe: esa había sido la mejor cena de mi vida.