Querida María:
Empecé a escribirte estas palabras tras dejar tu casa inglesa después de la cena —muy rica, por cierto— mientras esperaba, sin Mauro, el 2 delante de la estación de Marylebone.
Lloviznaba. No se me ocurrió buscar refugio ni en la estación ni bajo los soportales del Landmark. Vino el 205, se fue; seguí esperando, sin paraguas. Y, después de comprobar que mi Pilot rosa no es antilluvia, recordé que el 2 nocturno no pasaba por allí.
Así que eché a andar hacia Baker Street para coger el 13, el 82 o cualquier bus que sí pasara. Seguía lloviznando. Mientras caminaba, recordé tu carita cuando me hablabas de tus relatiños para el libro. Y tus ojos relucientes. Estábamos sentadas en tu sofá blanco. Manueliño descansaba los ojos en el otro sofá, también blanco. Fuera, una noche de verano inglesa —o sea, fresquiña de verdad— y el silencio de Balcombe Street. Y comentabas que tu libro tendría doce relatos, olé, celebré yo, para todo el año, unos sobre personas, otros sobre lugares…
No te lo dije entonces, pero me quedé con un sentimiento único. Supe y sentí que todos tus relatos reflejarían lo que dicen sobre la vida. Se dice que la vida es amar y ser amado. Y eso, amor, en pasiva y en activa, María, eres tú. Amas y eres amada. Has triunfado en la vida, porque amas y te aman, sin condiciones y sin límites. Y tus relatos, los doce, y todos los otros que no estarán en este libriño, los que ya has escrito y los que escribirás, lo reflejan. Nos amas, lo experimentamos, y te amamos, esperamos que lo experimentes.
De repente, me encontré en Victoria Station. Allí tuve que dejar de escribir. Comprendí el motivo enseguida. Yo nunca había estado al sur de Londres contigo, María, así que no podía seguir escribiendo.
Siempre tuya… Mar