Estoy tan emocionada que no puedo creer que por fin tengo 18 años. Dieciocho. ¡Soy oficialmente adulta! (O al menos eso dice la ley, porque yo sigo teniendo el mismo tamaño que a los quince y los mismos nervios de siempre).
―Estás hermosa ―dice mi amiga Amelia mirándome con ese brillo de complicidad en sus ojos.
―Gracias, tú también ―respondo, y ambas nos tomamos de la mano como si fuéramos protagonistas de un musical y damos pequeños saltos de felicidad.
―¿Crees que tu hermano por fin se me declarará?
La expresión de Amelia cambia de golpe. Su sonrisa cómplice se convierte en cara de aburrimiento y me suelta como si estuviera contaminada.
―Ya te he dicho que no debes hacerte ilusiones ―bufa, rodando los ojos―. Mi hermano no sabe ni dónde está parado.
―Quizás debería…
―¡No! ―me interrumpe, levantando un dedo acusador frente a mi nariz―. ¡No hagas nada, por favor!
Cierro la boca de inmediato. Con Amelia no se juega; tiene esa mirada que podría detener una estampida de búfalos.
―Está bien ―digo con resignación―. Pero… ¿crees que vendrá a mi fiesta de cumpleaños?
Amelia sonríe de nuevo, esta vez con la malicia de un general planeando guerra.
―Claro que sí. Y si no viene, lo golpearé hasta que te pida perdón de rodillas.
La abrazo fuerte, agradecida por tener a la mejor amiga del mundo (y a la peor cuñada potencial). Luego ambas salimos de la habitación con energía renovada.
―Estás hermosa ―susurra mi madre con los ojos llenos de lágrimas apenas me ve.
―Gracias, Ma ―la abrazo, intentando no arruinarme el maquillaje.
De pronto escucho la voz de mi papá detrás de mí.
―¿Cuándo fue que mi pequeña se nos creció tanto?
Y entonces llega Amelia, la reina de la puntualidad para arruinar momentos emotivos, y suelta con todo el descaro del mundo.
―Tío, apenas ha crecido unos centímetros, porque ella y yo seguimos siendo enanas… como dice mi hermano.
Todos estallan en risa. Yo también, aunque por dentro estoy pensando: “sí, enanas, pero yo estoy enamorada de tu hermano gigante, así que el contraste va a quedar precioso en las fotos de boda”.
Mi papá me acaricia el cabello con nostalgia, mi mamá suspira como si me estuviera casando en lugar de cumpliendo años, y Amelia… bueno, Amelia me lanza miradas asesinas cada vez que menciono a su hermano.
Y así empieza mi cumpleaños número dieciocho, con lágrimas, risas, y la sospecha de que esta fiesta va a ser inolvidable… para bien o para mal.
―Ambas son unas mujeres muy hermosas y estamos orgullosos de las dos ―dice mi madre antes de abrazarnos.
―Te amamos ―respondemos casi al unísono, y terminamos fundidos los cuatro en un abrazo grupal digno de comercial de café.
Adoro a mi familia, son los mejores. Y cuando digo “los mejores” incluyo a mis “tíos”, que en realidad no son mis tíos, sino los mejores amigos de mis padres. La tía Susana y mi madre se conocen de toda la vida, hicieron absolutamente todo juntas; estudiaron, se casaron el mismo día, e incluso compitieron en quién tenía al bebé primero.
Spoiler: ganó la tía.
Mientras mi mamá sufría para poder tenerme, la tía ya estaba estrenando maternidad por segunda vez. Así fue como Amelia y yo terminamos naciendo con apenas unos días de diferencia. Técnicamente soy hija única, pero en la práctica Amelia es mi hermana y Daniel… bueno, Daniel es el hermano mayor insoportable que siempre se cree el rey del mundo (y que además me quita el sueño, pero eso Amelia jamás lo debe saber).
―Necesitamos salir rápido de aquí, no podemos demorarnos porque los invitados no tardan en llegar ―anuncia mi padre con su tono de “general en batalla”.
―Sí, hay que recoger el pastel ―dice Amelia, más emocionada por el azúcar que por mi cumpleaños.
―Vayan ustedes, yo me quedaré a supervisar que todo quede perfecto para nuestra princesa―susurra mi madre con voz dulce.
―Te amo, mami ―la beso, y salgo junto a Amelia y mi padre hacia el rancho de mis tíos.
Mientras caminamos al carro, Amelia me da un codazo.
―Espero que no empieces con tus caras raras cuando veas a mi hermano.
―¿Qué caras raras? ―pregunto indignada.
―Esa en la que parece que vas a desmayarte o que necesitas urgentemente ir al baño.
La ignoro, porque sé perfectamente de qué cara está hablando.
Subimos al coche y mi papá arranca con esa concentración que parece que fuéramos a una misión secreta. Yo, mientras tanto, estoy nerviosa por dos cosas:
Que el pastel llegue entero.
Que Daniel aparezca en mi fiesta y no con esa camiseta horrenda de vaquero que se pone para arruinarme la vista.
Cuando llegamos al rancho, el olor a azúcar, vainilla y chocolate me golpea como un abrazo celestial. La tía Susana está en la cocina, rodeada de moldes, bandejas y bowls como si estuviera grabando un reality de repostería.
―¡Mis niñas! ―grita en cuanto nos ve entrar, con las manos llenas de harina―. ¡Y mi cuñado favorito!
―Soy tu único cuñado ―responde mi padre con resignación.
―Y por eso mismo, ¡el favorito! ―replica ella antes de abrazarnos a todos.
Sobre la mesa reposa la torta más grande que he visto en mi vida. Tiene varias capas, flores de azúcar y hasta un letrero que dice “Feliz Cumpleaños, Ángela” con letras brillantes.
―Tía… ―suspiro casi con lágrimas en los ojos―, si algún día me caso, usted hace la torta, ¿sí?
―Si algún día te casas con Daniel, no cuentes con mi bendición ―responde con naturalidad mientras saca una bandeja de galletas del horno.
Me atraganto con mi propia saliva y Amelia casi se cae de la risa.
―¡Tía! ―me quejo, aunque mi cara debe estar más roja que el betún de fresa.
Y ahí lo tengo; mi cumpleaños número dieciocho comienza oficialmente entre abrazos, azúcar, y el constante recordatorio de que toda mi familia sospecha de mi crush imposible.