Ángela
Él baja la vista. Yo también. Su camisa nueva, ahora es una obra abstracta de crema pastelera.
—Ups… —digo con la voz más pequeña del mundo.
Amelia estalla en carcajadas.
Yo me prometo, una vez más, no volver a salir de casa sin antes haber firmado un seguro de accidentes.
—¿Tenías que ser tan evidente? —susurra Amelia a mi lado, con cara de “me avergüenzo de conocerte”—No solo todos escucharon tu gemido, sino que esa demostración que hiciste con el dedo se vio… algo pervertida y ahora arruinas la camisa de mi hermano.
Cierro los ojos arrugando el rostro, rogando que la tierra se abra y me trague.
O mejor que no me trague a mí, sino que se los trague a todos ellos y me deje sola aquí, con mi pastel y mi dignidad rota. Total, con pastel me basta.
—¿Ángela? —mi padre aparece de la nada, como un ángel salvador con bigote— Te estaba buscando, ven a ver tu sorpresa―¿Qué te paso?― Le pregunta a Daniel al ver su camisa arruinada―Mejor no me digas―Sacude la cabeza y me lanza una mirada como si supiera de que soy la causante de ese desastre―Ve a cambiarte, ahora es la hora de las fotos y si tu tía o tu madre te ven, se van a poner histéricas―Daniel asiente con la cabeza y pasa por mi lado sin siquiera mirarme.
Por suerte tiene ropa en mi casa, puesto que a veces se queda a dormir o trabaja junto a mi padre y suele ensuciarse y las reglas de mi madre es no sentarse en el comedor sucio.
Menos mal que mi padre no escuchó el gemido. Porque si lo hubiera hecho, estoy segura de que ahora mismo estaría internada en un convento en Italia.
Asiento con la cabeza, tragando saliva y levantando la barbilla con falsa dignidad; como si no acabara de lamerme el dedo frente a medio salón, y lo sigo pasando entre los invitados. Claro, todos esos invitados que me miran de reojo, algunos con cara de “pobrecita”, otros con risitas escondidas. Estoy a un paso de convertirme en el chisme de barrio del mes.
Suspiro y aumento el paso, pegándome a mi padre como un patito tras la mamá pato.
Nos acercamos a donde están mis tíos y mi madre, todos sonrientes y radiantes, como si el escándalo del pastel jamás hubiera ocurrido. Amelia camina a mi lado y yo puedo escuchar cómo se contiene para no soltar un “muajajaja” en mi oído.
—Queridos invitados —dice mi padre con nostalgia, levantando su copa de vino y llamando la atención de todos—, Quiero agradecerles por haber venido a celebrar el cumpleaños número dieciocho de mi pequeña.
La palabra pequeña me arranca un escalofrío. Papá, por favor, ya no soy una niña.
Respiro hondo, sonrío como si no me afectara y me preparo para lo peor.
—Ahora, mi pequeña Ángela —continúa mi padre con una lágrima en la voz—Es hora de que te demos nuestro regalo.
Todos los invitados aplauden. Yo sonrío, pero por dentro estoy temblando. No sé qué será peor, que me regalen un auto (que voy a chocar a la semana), un cachorro (que seguro termino perdiendo) o que salga un mariachi cantándome Las Mañanitas (lo cual confirmaría que mi vida es, en efecto, una tragicomedia).
Amelia se inclina hacia mí y murmura.
—Ojalá sea un curso intensivo de cómo comer pastel en público sin parecer… tú.
La fulmino con la mirada, aunque mi corazón late como tambor de carnaval.
—¿Es un auto? —pregunta Amelia aplaudiendo, con esa cara de niña a la que le prometieron Disneylandia.
Yo la miro con complicidad. Amelia y yo llevamos meses soñando con esto; nuestro propio vehículo, libertad total. Desde hace años escuchamos sobre las fiestas de fogata en el lago, a las que nunca hemos ido por ser menores de edad.
Pero ahora somos mayores. Ahora no hay excusa.
Daniel siempre va a esas fiestas. Y siempre ha dicho, con esa voz irritantemente sexy, que “jamás” nos llevaría porque somos “niñas”. Así que Amelia y yo hemos estado esperando este momento para decir: “Ja, ja, adiós Daniel, ahora tenemos nuestro propio carro y vamos donde queramos”.
—¿Qué es? —pregunto emocionada, casi saltando en el mismo sitio.
—Cierra los ojos, cariño —dice mi madre con su voz dulce.
Lo hago.
Mi corazón late tan fuerte que parece batería de concierto. En mi cabeza ya me veo; pelo al viento, lentes de sol, música a todo volumen, llegando a la universidad como si fuera una estrella de cine. O mejor, apareciendo en las fiestas del lago con un auto brillante y Daniel tragándose sus palabras. Y yo… yo espiándolo, claro, pero con estilo.
También imagino a Amelia al volante, yo en el asiento del copiloto, ambas gritando “¡libertad!” mientras dejamos atrás a nuestros padres. Todo es perfecto. Todo es posible.
—Tres… dos… uno… ¡Ábrelos!
Abro los ojos.
Llevo la mano a la boca, ahogando un grito. Frente a mí, a unos metros, está el hermoso regalo que jamás imaginé ver en mi vida.
Amelia suelta un chillido.
—¡No puede ser! —me agarra del brazo y me aprieta con tanta fuerza que creo que me va a dejar un moretón—. ¡Ángela!
Yo no puedo ni hablar. Es… enorme. Brillante. Absolutamente ridículo y perfecto al mismo tiempo.
La multitud aplaude. Mis padres sonríen orgullosos. Y yo, en medio de todos, con la boca abierta, pensando en que mi vida acaba de cambiar para siempre.
No es un auto, pero sí un hermoso caballo de color blanco con manchas negras, como si fuese un dálmata versión XXL.
—Es hermoso —me acerco para acariciarlo, y no puedo evitar rodear su enorme cuello con los brazos como si nos conociéramos de toda la vida— Gracias.
Me separo para abrazar a mis padres con emoción, aunque en el fondo pienso; ¿en serio un caballo? ¿Dónde se supone que lo voy a estacionar en la universidad? Pero luego vuelvo corriendo hacia mi regalo y se me olvida todo. Lo beso en el hocico, lo acaricio, y me río porque su pelaje me hace cosquillas en la cara.