Angela
No sé en qué momento de mi vida pensé que aprender a conducir con mi padre sería una buena idea.
Probablemente cuando el sentido común decidió tomar vacaciones.
—Bueno, hija —dice papá con esa voz de hombre experimentado que ha sobrevivido al tráfico, a los embotellamientos y a criarme a mí—. Lo primero es revisar los espejos.
—Ya lo hice —respondo, mirando mi reflejo en el retrovisor central.
—No para admirarte, Ángela —suspira—. Para ver el camino.
A mi lado, Amelia ya está llorando de la risa.
—Sí, por favor, revisa el camino antes de que revisemos nuestra vida pasar frente a nuestros ojos —dice mientras se ajusta el cinturón con dramatismo.
Papá le lanza una mirada asesina, pero yo sé que él también está dudando de su decisión.
—Bien. Ahora pisa el embrague, mete primera y suelta despacio el pedal.
Yo asiento, determinada, heroica… y completamente perdida.
—¿Cuál es el embrague otra vez?
—¡El de la izquierda, Ángela! —grita Amelia entre carcajadas—. No el freno, ¡el otro!
Presiono el embrague (creo), meto primera (creo también) y suelto el pedal…
La camioneta da un brinco tan violento que Amelia pega la frente contra el tablero.
—¡Jesucristo en patineta! —grita ella frotándose la frente—. ¡Nos va a matar antes de aprender a estacionar!
Papá respira hondo. Lo veo cerrar los ojos, probablemente rogando a todos los santos mecánicos.
—Despacito, Ángela, DES-PA-CI-TO. No estamos arrancando un cohete.
Yo trato de hacerlo despacio, pero parece que mis pies no tienen coordinación entre sí. Cuando acelero, la camioneta tiembla; cuando intento frenar, damos otro brinco.
Amelia se agarra del tablero y grita.
—¡Mi seguro de vida no cubre accidentes de principiante!
—¡Amelia, cállate! —le grito—. ¡Me pones nerviosa!
—Tú me pones en peligro —responde con toda la calma del mundo, como si fuera mi abogada.
Papá, con infinita paciencia, me indica que avance hacia el camino del rancho.
Y claro, el rancho tiene una pendiente.
Genial. Perfecto. El terreno ideal para practicar cuando una apenas sabe diferenciar el acelerador del freno.
—Ahora sube despacio la colina, sin soltar mucho el embrague —dice papá.
—¿El embrague? ¿Otra vez?
—¡Sí! —gritan los dos al mismo tiempo.
La camioneta empieza a avanzar, pero también a temblar como si tuviera un ataque de ansiedad. Amelia empieza a narrar la escena como si fuera una película.
—Y ahí va Ángela, nuestra heroína, desafiando las leyes de la física y de la conducción responsable…
—Amelia, te juro que te bajo de la camioneta.
—Hazlo, pero deténla primero, ¿sí? —responde ella, sonriendo.
Consigo mantener el equilibrio por tres gloriosos segundos. Tres.
Después, piso el acelerador demasiado fuerte, y la camioneta sale disparada cuesta arriba con un rugido digno de una bestia salvaje.
Papá se aferra al techo. Amelia grita. Yo cierro los ojos un instante.
—¡Frena! —escucho que gritan los dos.
Y yo, por supuesto, piso el acelerador.
Un rugido más fuerte.
Un salto.
Y de pronto… ¡BUM!
Silencio.
Abro los ojos y ahí está. La camioneta se ha detenido. Yo tiemblo. Amelia jadea. Papá está blanco.
Miro por el parabrisas.
Y lo veo.
Daniel.
El hermano de Amelia. El amor platónico de mi adolescencia.
El chico de sonrisa fácil, brazos fuertes y cara de “nunca he chocado una camioneta porque tengo coordinación y cerebro”.
Él está de pie, con una manguera en la mano, mirándonos… o mejor dicho, mirando su camioneta recién lavada, ahora con el parachoques trasero hundido y un toque de barro cortesía de mi talento automovilístico.
—No… no puede ser —susurro, sintiendo cómo el alma abandona mi cuerpo—.
—Oh, sí puede —responde Amelia, con esa sonrisa maliciosa—. Y lo mejor de todo es que acabas de estrellarte contra su camioneta.
Daniel camina hacia nosotros.
Yo intento bajar la ventana, pero en lugar de eso prendo los limpiaparabrisas.
Fantástico.
—¿Ángela? —dice Daniel, tratando de no reír—. ¿Estás bien?
—Sí, sí, claro —respondo—. Solo estaba… practicando el aparcamiento extremo.
Papá se tapa la cara con la mano. Amelia no puede hablar de la risa.
—¿Aparcamiento extremo? —repite Daniel, conteniendo la risa—. Bueno, tu técnica es… bastante directa.
Yo quiero desaparecer, o al menos convertirme en el asiento del conductor y fingir que nunca existí.
—Voy a… pagar los daños.
—No te preocupes —dice él, con esa sonrisa que debería venir con advertencia de “riesgo de infarto”—. Nadie salió herido, ¿no?
Amelia interviene, aún riendo.
—Solo su dignidad, pero eso se repara con tiempo.
Papá por fin sale del auto, respira hondo y dice.
—Hija, creo que por hoy es suficiente.
—Por hoy, por el mes y por la década —añade Amelia.
Mientras Daniel inspecciona el daño, yo intento no mirarlo directamente.
Pero claro, lo miro igual. Y él me mira de vuelta, con esa mezcla de ternura y diversión que me deja sin aire.
—Si querías llamar mi atención, podías haberlo hecho sin chocar mi camioneta —dice al final.
—Sí, pero eso no habría sido tan… memorable —respondo, intentando sonar ingeniosa, aunque probablemente parezco delirante.
Él se ríe. Se ríe.
Y por primera vez pienso que tal vez, solo tal vez, chocar no fue lo peor del día.
¿Acaso estará drogado?
Amelia me da un codazo.
—Oye, si terminas saliendo con él, al menos dile que te deje practicar con su camioneta… total, ya le hiciste el primer ajuste.
—Cállate, Amelia.
Papá suspira, mira el cielo como pidiendo ayuda divina y dice.
—La próxima vez contratamos un instructor. Profesional. Que tenga seguro de vida.
Y así termina mi primera clase de conducción: con una camioneta abollada, una mejor amiga en modo comentarista deportiva y un amor platónico que, contra todo pronóstico, me sonríe.
Si eso no es progreso, no sé qué lo sea.