Ángela
―¿Estás segura de que es buena idea? ―pregunto con cautela, mientras me tropiezo con una raíz y casi me desnuco.
―No, pero ya no podemos dar vuelta atrás ―suspira Amelia, dándome una palmada en la mano para que deje de morderme las uñas.
―Tengo un mal presentimiento ―llevo la mano al pecho, haciendo mi mejor drama de telenovela―. Si Daniel nos ve, nos va a acusar con nuestros padres y vamos a ser castigadas hasta la otra vida.
―Daniel no va a ir ―dice Amelia con una sonrisa demasiado sospechosa―. Esta noche decidió quedarse en casa, llegó cansado de atender el ganado.
El famoso evento al que siempre quisimos ir… pero que Daniel nunca nos permitió, según él, “porque es un lugar lleno de peligros, malas influencias y hombres sin camiseta”.
Justo lo que Amelia considera su hábitat natural.
Respiro hondo tratando de mantener la calma, aunque siento que me va a dar un paro cardíaco de tanta adrenalina. Odio mentirles a mis tíos y, sobre todo, a mis padres. Aprovechando que esta noche me quedaría en casa de mis tíos, Amelia logró convencerme (como ese diablito que te habla al oído) de que escapáramos e ir a la famosa fiesta de fogata del lago. Siempre hemos querido ir, pero Daniel nunca nos ha llevado. No sé cómo hizo mi amiga para convencer a uno de sus amigos que nos llevara.
Ricardo, amigo de Daniel y dos años mayor que nosotras, nos espera en su camioneta estacionada a una distancia prudente. Nosotras salimos sigilosamente por detrás del terreno, corriendo como si escapáramos de una película de terror rural.
Aunque ya estamos lejos, mi corazón late tan rápido que temo que lo escuchen hasta en el pueblo. No dejo de mirar sobre mi hombro pensando que toda la familia aparecerá con linternas, antorchas y una vaca guía, gritando nuestros nombres.
―Cálmate, todo va a estar bien ―Amelia sonríe emocionada. Decido dejar de pensar en nuestro asesinato y disfrutar la noche.
Ricardo pone música en la radio y empieza a charlar.
―Y dime, Amelia, ¿tienes novio? ―pregunta con esa sonrisa de chico que cree que está en una telenovela mexicana.
Yo ruedo los ojos.
Si Daniel supiera, Ricardo estaría cavando su propia tumba en este preciso momento.
―Yo… ―Amelia se ha puesto nerviosa y me lanza una mirada llena de súplica.
―¿Cuánto falta para llegar? ―pregunto, interviniendo como un ángel guardián con ansiedad.
―Cinco minutos y estamos ahí ―responde él con una sonrisa que no me inspira mucha confianza.
Cinco minutos después bajamos súper emocionadas del vehículo. El aire huele a humo, madera y desastre inminente. Hay varios grupos de chicos y chicas de nuestra escuela, y otros que ya se graduaron. La mayoría son amigos de Daniel, algunos incluso van a la universidad, pero aún viven en el pueblo.
La fogata ilumina todo el lugar: el lago, los árboles, las caras de los chicos que ya están demasiado alegres, y a mí… que me pregunto si esto cuenta como un delito juvenil.
―¡Ángela, Amelia! ―Varias conocidas de la escuela se acercan con sonrisas pícaras.―Qué alegría verlas, por fin sus padres las dejaron venir ―dice una en tono de burla.
―No es que no nos hayan dejado venir antes, solo que no habíamos tenido ganas ―respondo fingiendo una sonrisa mientras Amelia asiente con una risita tensa.
Nos toman de las manos y nos arrastran hasta una mesa llena de botellas de licor de colores sospechosos.
―Vamos a beber y celebrar que están aquí ―dice una de ellas sirviendo en vasos de plástico.
―No gracias, no beberemos ―respondo con toda la seriedad de una monja en una discoteca.
―Sí, realmente hoy no tenemos ganas de beber ―añade Amelia, más nerviosa que culpable en confesión.
Por un segundo pienso que nos dejarán en paz. Pero claro que no.
―Ay, vamos, una copita no hace daño ―dice un chico alto con sonrisa encantadora (y probablemente más grados de alcohol en la sangre que en el vaso).
―Gracias, pero no… ―intento decir.
―¿Dónde está Daniel? ―pregunta una de las chicas mientras Amelia y yo nos quedamos tiesas como estatuas.
―En casa ―responde mi amiga con una sonrisa nerviosa―. Se sentía mal y no quiso venir.
―¿Mal? ―ríe otra con voz aguda― Pensé que estaba con Cristina.
Yo arqueo una ceja. ¿Cristina?
―Sí, la otra noche se estaban besando… y mucho ―dice una tercera con tanto entusiasmo que me dan ganas de lanzarle la copa vacía a la cabeza.
Aprieto los puños y respiro lentamente para no convertirme en Hulk versión femenina.
Tranquila, Ángela. Respira. No vas a cometer un homicidio en público.
Y ahí es cuando mi cerebro dice: suficiente drama, hora del tequila.
―¿Sabes qué? ―digo, con una serenidad fingida― Quiero un trago.
Tomo una de las copas más grandes de la mesa y me la bebo de un solo trago. Error.
Siento que me estoy incendiando desde la garganta hasta los pulmones. Toso. Estornudo. Me lagrimean los ojos. Básicamente, estoy viendo a mi bisabuela difunta agitándome un abanico en el más allá.
―¡Ange! ¿Qué haces? ―pregunta Amelia, alarmada.
―¡Sí, vamos a beber! ―grita una de las chicas, levantando otra copa― ¡Por el amor, la juventud y la estupidez!
Y claro, Amelia, mi cómplice de todos los males, termina aceptando su copa también.
―Sí, vamos a beber ―repito con una sonrisa de villana de telenovela.
El primer trago quema. El segundo arde. El tercero... empieza a sentirse divertido.
Al cuarto, ya no me importa nada.
Amelia y yo estamos bailando, riendo y gritando como si estuviéramos en un videoclip de reguetón barato. Todo el mundo parece feliz, los chicos son amables (demasiado amables, diría yo) y cada vez que terminamos una copa, alguien mágicamente llena otra.
No sé en qué momento el suelo empezó a moverse. Primero pensé que era el viento. Luego sospeché que la fogata tenía poderes hipnóticos. Finalmente acepté que, efectivamente, estaba borracha.