Daniel, que parecía un demonio enfurecido, se queda inmóvil. Después hace algo que nunca hubiera imaginado: agarra mi cabello con cuidado y su mano sube y baja por mi espalda acariciándome despacio.
―Ya, ya… tranquila ―murmura, su voz ahora más baja.
Al terminar de devolver todo lo que había bebido, siento un alivio instantáneo. Y una vergüenza monumental. No puedo creer que acabo de vomitar encima de Daniel. Ni en mis peores pesadillas…
Antes de poder lamentarme, él me levanta con facilidad, casi cargándome.
―Listo, ya pasó ―dice en un tono que no reconozco. Ya no es el toro endemoniado; ahora suena… preocupado.
Me sube al auto, asegurándose de que esté bien sentada. Amelia nos observa desde el asiento trasero, con los ojos abiertos de par en par y la mano tapándose la boca para no reír ni llorar.
Siento los párpados pesados y apenas puedo mantenerlos abiertos. Todo me da vueltas, pero alcanzo a ver la expresión de Daniel antes de que el sueño me venza:
ya no está furioso, está… cansado.
Me quedo profundamente dormida en el asiento, con el olor a humo de fogata, tequila barato y la chaqueta de Daniel cubriéndome.
Mientras me voy quedando dormida pienso.
“Perfecto, Ángela. No solo te escapaste y te emborrachaste. También vomitaste a Daniel que vino a rescatarte. Esto va a ser legendario…”
Al sentir que apagan el motor abro los ojos. Parpadeo varias veces tratando de enfocar y me doy cuenta de que acabamos de llegar al rancho de mis tíos. Las luces del porche están encendidas, y en mi mente suena una música trágica de película de terror.
―Deja te ayudo a bajar ―dice Daniel cuando intento abrir la puerta.
―Yo puedo… ―respondo con la dignidad tambaleante de una reina descompuesta.
Amelia se baja del auto y se aferra a mi brazo como si las dos estuviéramos en una competencia de equilibrio sobre hielo. Daniel, santo varón, nos ayuda a caminar hasta la puerta principal.
Y entonces ocurre: la puerta se abre, la luz nos ciega y ambas caemos de rodillas al suelo como dos peregrinas buscando perdón.
―¿Están bien? ―pregunta una voz.
Levanto la cabeza y lo único que alcanzo a ver son piernas. Muchas piernas.
―Ami ―susurro despacio.
―¿Qué?
―Creo que estoy alucinando.
―¿Por qué lo dices?
―Porque veo muchas piernas.
―Yo también. ―Y ambas empezamos a reír como si nos hubieran contado el mejor chiste del siglo.
―Señoritas, ¿han terminado? ―dice una voz grave y conocida.
Levanto el rostro. No puede ser.
―Creo que acabo de ver al gemelo de mi padre ―susurro.
―Yo también ―ríe Amelia, sujetándose el estómago―. ¡Y a mi madre! ¡Y a mi tía! ¡Y a Daniel!
Daniel se pasa una mano por la cara, suspira tan fuerte que casi se le va el alma, y se aleja un paso como diciendo “yo no tengo nada que ver con esto”.
―¡Levántate! ―grita la gemela de mi madre (que, lamentablemente, no es un espejismo).
Intento ponerme de pie, pero el piso se mueve como una montaña rusa.
―No puedo ―respondo riendo.― ¡El suelo me odia!
―Ángela, te juro que si no te levantas en este instante… ―empieza mi madre, pero Amelia la interrumpe con voz melosa:
―¡Tía! ¡No nos grite! Nosotras… solo queríamos hacer un experimento social.
―¿Qué experimento social? ―pregunta mi tío Antonio frunciendo el ceño.
―Comprobar los efectos del tequila en el sistema nervioso femenino adolescente. Resultado: ¡negativo! ―responde Amelia, levantando el pulgar.
Yo asiento con entusiasmo.
―Sí, totalmente científico.
Daniel niega con la cabeza y me toma del brazo para ponerme de pie, aunque a estas alturas soy más peso muerto que persona.
―Shuuuu… ―Amelia se lleva el dedo a la boca con solemnidad― No hagan ruido, no queremos despertar a mis padres.
―¿No quieres despertar a tu madre? ―pregunta divertida la gemela de mi tía, con los brazos cruzados.
―Ellos están durmiendo ―susurro llevándome la mano a la boca para que no se me escape la risa― Mi tía es muy chismosa y le cuenta todo a mi madre.
Esta vez los dos hombres mayores, mi padre y mi tío, sueltan carcajadas como adolescentes pillos. Pero su alegría dura lo que un caramelo en la puerta del colegio: en cuanto las mujeres los miran de reojo, se callan de inmediato, tiesos como estatuas.
―Vayan a dormir. Mañana será su sentencia de muerte ―murmura una de las mujeres (ya ni sé quién es porque todo me da vueltas).
―¿Y a ti qué te pasó? ―le preguntan a Daniel desde el fondo.
―Ángela lo vomitó ―responde él con tono seco.
Amelia se lleva las manos a la boca y, en un ataque de sinceridad borracha, añade entre risas.
―¡Le cayó en las botas!
La carcajada se le corta de golpe cuando hace un gesto raro y, sin previo aviso, se dobla y lanza la primera arcada.
―¡En mi alfombra no! ―grita la voz indignada de una de las mujeres. ―¡Llévenla al baño antes de…!
Pero ya es demasiado tarde. Amelia cae de rodillas, el cabello tapándole la cara, y deja un recuerdo brillante en medio del tapete.
Yo, en mi estado, en vez de horror me muero de risa. Risas que se mezclan con arcadas.
―Ami… te ves… como… fuente… decorativa… ―digo entre carcajadas, y en ese instante me llega el olor.
―¡Noooo! ―gritan las dos mujeres al unísono.
Pero ya es imposible. El asco me gana y yo también termino expulsando mi estómago, cual fuente gemela de mi amiga.
Daniel me sujeta el cabello, mi padre abre ventanas, mi tía se agarra la cabeza y mis primos sacan los teléfonos para grabar todo el show.
Lo último que escucho antes de perder la conciencia es una voz femenina que sentencia.
―Estarán castigadas de por vida.
Y luego, oscuridad.