En el corazón del vaquero

Capítulo 7

Ángela

Amelia y yo arrastramos los pies, cabizbajas, y nos detenemos bajo el sol abrazante.

—¿Qué están haciendo? —pregunta el tío Antonio al llegar junto con mi padre.

—¡Papá! —Amelia y yo nos arrodillamos y abrazamos sus piernas.

—¿Qué pasa? —se arrodillan preocupados.

—Ayúdennos —dramatizo—. Esas mujeres son malvadas.

—Sí, nos han golpeado con un palo de madera —dice Amelia.

—Hemos sido maltratadas, ya no aguantamos más —los hombres mayores se miran antes de ponerse en pie.

—Son malas, nos han echado de casa —digo entre lágrimas, aunque no me salen ninguna.

—¿Las echaron de casa? —pregunta el tío en tono divertido.

—Sí, nos sacaron a escobazos y nos mandaron a dormir al corral de las gallinas.

—Miren nuestros brazos —Amelia extiende los brazos y me da un codazo para que yo haga lo mismo; dudo un momento antes de obedecer.

—¿Qué es todo esto? —nos levanta y examinan las marcas moradas.

Le doy una mirada a mi mejor amiga; creo que nos hemos pasado con esto.

Esta mañana nos levantamos no solo con una resaca de muerte, sino con la certeza de que nuestros padres se habían dado cuenta de nuestro escape y de que habíamos llegado borrachas.
Realmente Amelia y yo no recordamos nada, pero nuestras madres se encargaron de señalar todo el desastre que hicimos, empezando por haber vomitado sobre la apreciada alfombra de mi tía.
Pero lo peor de todo fue cuando nos dijeron, entre burlas, que había vomitado sobre Daniel, y desde entonces he deseado que la tierra se abra y me trague por completo.
Cada vez que lo escucho acercarse corro hacia el lado contrario sin poder verle la cara; no puedo creer que las desgracias me persigan, sobre todo cuando Daniel está presente.
¿Por qué, Dios? ¿Por qué me suceden estas cosas?

Amelia dice que es porque al final Daniel y yo terminaremos juntas y que el destino solo nos está fortaleciendo para ser felices.

No lo creo; pienso que el destino solo se burla de mí.

No debimos ir a esa estúpida fiesta: ahora no solo estamos castigadas hasta la otra vida, sino que hemos tenido que escuchar la cantaleta de nuestras madres, que no hace más que aumentar el dolor de cabeza.

—Esta vez se pasaron —inquirió mi padre, borrando la sonrisa.

De nuevo le doy una dura mirada a Amelia y pienso que las que se pasaron fuimos nosotras. Ahora no solo estaremos castigadas de por vida; estoy segura de que seremos esclavizadas y torturadas hasta morir por decir mentiras.

—Tranquilo, tío, nosotras ya… estamos acostumbradas a sus maltratos —Amelia solloza en un tono exagerado; cierro los ojos y rezo porque mi muerte sea rápida.

—Iré a hablar con ellas.

—¡No! —gritamos Amelia y yo y nos arrastramos hasta atrapar las piernas del tío evitando que suba las escaleras.

—No padre, no lo haga —susurra mi amiga—. Nosotras… lo merecemos, es nuestro castigo —dice cabizbaja.

—¿Hay algo que podamos hacer para animarlas? —pregunta mi padre.

—Quizás un helado —dice Amelia—, aunque no podemos entrar a la cocina ni a casa…

Los hombres suspiran antes de ayudarnos a ponernos de pie.

—¿Qué tal si van un rato al pueblo y se comen ese helado? —pregunta el tío, haciéndonos sonreír.

―Gracias, papi.

―Gracias, tío —ambas lo abrazamos.

—Le diré a Daniel que las lleve.

—¡No! —grito— No, por favor —el tío asiente con la cabeza, sabiendo que no quiero verlo.

—Entonces le diré a Jonathan que las lleve y que compren algo —saca su tarjeta de crédito y se la entrega a Amelia; sus ojos brillan—. Compren algo y…

—¿Qué está pasando? —pregunta una voz tenebrosa que nos hace sobresaltar.

—Nada, mamita… solo, eh… contemplando la vida y aprendiendo de nuestros errores —respondo, sonriendo como una pobre alma en pena.

Amelia esconde la tarjeta y ambas nos ocultamos detrás de la espalda de nuestros padres.

—Huyan con nosotras —susurro a mi padre y al tío—. Ellas son poderosas; los destruirán.

—Son brujas malvadas —dice Amelia despacio, solo para que ellos nos escuchen—. No podrán ganarles; vengan con nosotras y seamos libres.

Nuestros padres se miran llenos de terror y nervios; saben, como nosotras, que nadie podrá ganarles a las brujas malvadas.

—Ca… cariño —el tío tartamudea—. No… no está pasando nada —carraspea tratando que su voz no tiemble.

—Si… solo conversamos con las niñas —murmura mi padre, y los cuatro empezamos a retroceder para ganar espacio mientras las dos mujeres bajan las escaleras lentamente con los brazos cruzados.

—¿Y ustedes por qué no están en el gallinero? —señala mi madre con voz dura.

—¿Ustedes de verdad las mandaron al gallinero? —pregunta el tío, deteniendo sus pasos.

—Sí. ¿Por qué?

—Cariño, ¿no creen que se han pasado? —dice mi padre—. Sé que las niñas hicieron algo mal y que ya lo reconocen. No es necesario llegar al extremo.

—Papi, huye con nosotras —susurra Amelia tirando de su camisa—. No la mires a los ojos o te embrujará.

Los hombres bajan la mirada.

—¿Extremo? —bufa la tía dando un paso hacia nosotros, mientras retrocedemos—. Esto apenas está empezando —sonríe de manera siniestra, haciéndonos sobresaltar.

―¡Por favor, ayúdennos! —sollozo, y esta vez sí empiezo a llorar de verdad.

—¿Empezando? —esta vez mi padre da un paso adelante, pero de inmediato se arrepiente y da dos hacia atrás; carraspea—. Miren cómo están sus brazos —nos señala—. Se han pasado y deben reconocerlo.

—¿Brazos? —mi madre frunce el ceño—. ¿De qué hablas?

—De los morados que tienen —mi padre y el tío nos empujan hacia adelante y señalan las marcas que tratamos de ocultar.

—¿Nosotras les hicimos eso? —tratamos de correr, pero nuestros padres nos atrapan y nos vuelven a poner delante.

Mi madre se lleva el dedo a la boca, lo lame, lo pasa por una de mis marcas y esta desaparece.



#119 en Novela romántica
#35 en Otros
#29 en Humor

En el texto hay: comedia romantica, romance +16

Editado: 22.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.