En el corazón del vaquero

Capítulo 9

Sin duda alguna, las desgracias me persiguen. No sé qué hice en mi vida pasada, pero seguramente fui una bruja que envenenó a un rey o robó gallinas bendecidas, porque esto ya es personal.

Amelia y yo seguimos castigadas hasta el próximo siglo e incluso más, si nuestras madres se lo proponen. Estaban furiosas. Y no las culpo: llegar borrachas a casa y después destrozar el gallinero no es precisamente una hazaña que haga sentir orgullo familiar. Pero, a ver, ¿quién fu la que inicio una guerra de huevos? ¡Amelia! Y, claro, yo terminé siendo la víctima… y la culpable.

Todavía tengo pesadillas con la cara de Daniel después del impacto del huevo. Esa mirada de incredulidad, esa yema deslizándose por su frente como si fuera una maldición. No puedo olvidarlo.
Estoy convencida de que ese hombre me odia. Si no lo hace, lo disimula demasiado bien.

He estado evitándolo desde entonces. Pero sé que tarde o temprano el universo va a conspirar para ponerlo frente a mí. Y ese día… bueno, ese día probablemente finja un desmayo o me haga la muerta.

Aburrida en mi rancho, decido ir a visitar a mi amiga, porque ya he hablado con mis gallinas más que con humanos. Y, como aún no sé manejar gracias, papá, por tu infinita paciencia que terminó en trauma, debo ir a caballo.

Por supuesto, el animal decide que es el momento perfecto para trotar con ritmo de cumbia y casi me lanza al suelo tres veces. Pero llego viva.

Mis padres salieron y no sé hasta qué hora regresan, así que mejor los espero en casa de mis tíos. Le entrego el caballo a uno de los peones y entro a la casa.

—¿Amelia? —camino hasta la cocina—. ¿Tía? ¿Tío? —Nada. El silencio es tan incómodo que hasta el refrigerador parece mirarme con sospecha.

Respiro aliviada al comprobar que tampoco está Daniel. Ya me imaginaba su mirada asesina desde el sofá. Subo las escaleras con tranquilidad… hasta que sucede.

No.
Puede.
Ser.

Corro al baño como si estuviera en una película de terror y miro la mancha en mi ropa interior.

¿Por qué, Dios? ¿Por qué me tiene que pasar esto justo ahora?
¿No podía venir mañana? ¿O, no sé, en otra vida?

Abro todos los cajones del baño como una loca. Shampoo, crema, perfumes, pinzas para el cabello… ¡pero ni una miserable toalla sanitaria!
Suelto un bufido digno de dragón y saco el teléfono.

—¿Dónde estás? —pregunto cuando Amelia contesta.

―En la ciudad, vine con mis padres.

—¿No hay nadie en casa?

—Nop, Daniel está en el pueblo haciendo unas compras.

Bueno, por lo menos no me lo voy a encontrar. Un milagro.

—Necesito toallas, pero no encuentro.

—No hay.

—¿Cómo que no hay?

—Las acabé.

Cierro los ojos y respiro hondo.

—Iré a buscar al baño de tu mamá.

—Tampoco tiene.

—¿Qué?

—También las acabé.

—¡Amelia! ¿Cómo es que acabas con las toallas de todos? ¡También acabaste las mías!

—Ups. Es que no me gusta ver sangre.

Respiro. Cuento hasta diez. Me prometo no cometer un crimen.

—¿Y ahora qué voy a hacer?

—Llama a Daniel, él está en el pueblo.

—¿¡Qué?! ¿Estás loca? ¡No le voy a pedir a Daniel que me compre toallas!

—Ay, no seas dramática.

—¡Me muero antes!

—Entonces quédate ahí hasta que volvamos.

—Voy a matarte―Gruño apretando los dientes.

—Tranquila, cuando vuelva ya te habrás desangrado en el baño —dice riendo.

—¡Amelia!

—Llama a Daniel, no hay nada de malo. Tengo que irme, ¡besos!

Y corta.

Esa mujer va a ser mi fin.

Cierro los ojos y trato de respirar. Estoy por invocar al universo cuando el celular vibra otra vez. Contesto sin mirar el identificador.

—¡Espero que estés bromeando y tengas unas malditas toallas en el baño! —grito.

—¿En el baño? Hay varias toallas, no entiendo por qué no las encuentras.

Reconozco esa voz. Y en ese momento quiero evaporarme.

—Da… ¿Daniel?

—Hola. Amelia me dijo que me necesitabas urgente. ¿Pasa algo? —Su tono es tranquilo, casi amable.

Dios, ¿por qué me odias tanto?

—No… no es ese tipo de toallas que necesito —balbuceo, deseando que un rayo me fulmine.

—¿Entonces?

Trago saliva.

—Son… de las otras. Las de cada mes.

Silencio.

—Oh.

Sí, “oh”. El “oh” más largo de la historia.

—¿Amelia o mi madre?

—No tienen. Tu hermana se las acabó.

—Entiendo…

—¿Sabes qué? Olvídalo. Espero que vuelvan.

—Tus padres están con los tuyos y no regresan hasta la noche.

Perfecto. La vida me odia.

—Voy al supermercado —dice él.

―No, no hace falta… —pero ya cortó.

Me dejo caer sobre la tapa del inodoro, derrotada.

¿Será que en otra vida maté a alguien muy importante? Quizás fui la mujer que traicionó a Cleopatra o la que inventó los tacones.

Diez minutos después, el celular vuelve a sonar.

—¿Hola?

—Hay muchas de esas cosas —susurra Daniel—. No sé cuál llevar.

—¿De qué hablas?

—¿Con alas? ¿Sin alas? ¿De tela? ¿De algodón? ¿De maternidad? ¿Son para embarazadas? ¿No pues que a las embarazadas no le viene eso?

Me cubro el rostro con las manos.

—Daniel, solo… solo compra unas normales.

—¿Normales? Aquí hay veinte tipos de normales.

Escucho pasos, murmullos… y de pronto otra voz masculina.

—¿Daniel? ¿Qué haces aquí?

—¿Qué haces comprando esas cosas?

Cierro los ojos. Ya lo imagino: sus amigos del rancho, con sonrisas de burla, observando cómo él sostiene un paquete de toallas como si fuera dinamita.



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En el texto hay: comedia romantica, romance +16

Editado: 22.10.2025

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