Ángela
—¡Ángela!
Me sobresalto tan fuerte que casi salto de la cama.
—¡Ángela! —repite la voz, más cerca.
—¡Cállate! —grito justo cuando la puerta se abre de golpe, choca contra la pared y Amelia irrumpe como si la persiguiera un enjambre de abejas asesinas—. No tienes por qué gritar, ya estás dentro de la habitación.
Pero Amelia ignora mis palabras y se lanza sobre mí, sacudiéndome por los hombros como si estuviera tratando de exorcizarme.
—¡Sé que cuando te cuente lo que te voy a contar vas a estar igual de alterada que yo!
—¿Qué pasó? —pregunto, medio asustada, medio resignada.
—Siéntate.
—Estoy sentada.
—Bueno, afírmate entonces, porque esto es fuerte. Tengo un chisme, y no solo es chisme, ¡es un insulto, una ofensa, una traición, una...!
—¡Basta! —la interrumpo antes de que entre en trance—. Dime de una vez qué sucede.
Ya conozco a Amelia: si la dejo hablar, en cinco minutos me recita una novela completa.
—Como sabes, mis padres se van de viaje en la tarde y me pidieron que me quedara contigo —asiento con la cabeza, sin entender todavía hacia dónde va la tragedia—. Pues imagínate que mi querido y difunto hermano, aprovechando que tú y yo no estaremos y que tiene la casa sola, ha decidido invitar a sus amigos para una noche de películas…
Hasta ahí no suena tan grave, pero ella levanta el dedo dramáticamente.
—Y no solo eso. Silvana va a estar ahí. Y según los rumores —baja la voz—, piensa aprovechar que están solos para tener intimidad.
—¡¿Qué?! —grito, saltando de la cama como si me hubieran electrocutado—. ¿Dime que es una broma?
—No, no lo es —responde solemnemente, levantando la mano como si jurara ante un tribunal—. Te juro que es verdad. Me lo confirmó un bicho por ahí… bueno, y también mis padres. ¡Daniel planea una noche de películas con sus amigos y nosotras no estamos invitadas!
Cruza los brazos indignada.
—¡Es mi casa! ¿Cómo no voy a estar invitada?
Cierro los ojos, respiro hondo, pero siento cómo la sangre me hierve como lava volcánica.
¿Daniel? ¿Invitando a Silvana? ¿Para ver películas?
Sí, claro. Películas.
—Vamos a arruinarle la noche —digo entre dientes, conteniendo las lágrimas y la furia.
—Eso me gusta —responde Amelia, sonriendo como villana de telenovela.
Reconozco que soy un completo desastre cada vez que Daniel está presente, pero esta vez voy a usar ese desastre a propósito.
No voy a permitir que ninguna lagartona se le acerque.
Voy a enseñarle que él me pertenece a mí.
(Claro que aún no lo sabe. Pero ya se enterará).
Pasamos la tarde planeando nuestro acto de venganza con la concentración de dos agentes secretos.
La misión: sabotear la noche de Daniel y su pandilla sin que descubran que estamos ahí.
La motivación: el amor, la dignidad… y un toque de celos homicidas.
Cuando llega la noche, veo cómo los amigos de Daniel comienzan a llegar. Todos risueños, trayendo cervezas y comida.
Respiro hondo.
Pero todo se derrumba cuando la veo.
Silvana.
Con un vestido que parece una servilleta elegante y la cara llena de brillo como si viniera de un comercial de maquillaje.
Y lo peor: abraza a Daniel.
Lo abraza.
Como si fuera suyo.
Siento cómo mi corazón late más rápido que tambor en carnaval.
No son nervios. Es instinto asesino.
—¿Preparada? —susurra Amelia, y yo asiento con una sonrisa diabólica.
—Esta noche no la van a olvidar.
Nos escondemos en el cobertizo. Desde ahí, tenemos una vista perfecta hacia la sala de entretenimiento. Daniel y sus amigos se acomodan para ver una película de terror.
La monja.
Obvio. Una excusa perfecta para que los chicos abracen a las chicas “porque tienen miedo”.
—Sabía que iban a poner una de terror —murmuro—. Es la táctica más vieja del manual del coqueteo.
—Tranquila, hermana, nosotras tenemos el nuestro —responde Amelia, levantando una linterna y una máscara de terror.
Hace dos años, hicimos una fiesta de Halloween espectacular. La casa estaba decorada con cosas tan realistas que el cura del pueblo pidió bendecirla al día siguiente. Y, por suerte, todo quedó guardado en el ático.
Amelia y yo recuperamos lo más aterrador: una figura de monja endemoniada, un par de efectos de sonido y luces que parpadean como en una película de miedo barata.
—¿Lista? —me pregunta entre susurros.
—Lista. Es hora de que paguen.
Desde la ventana veo cómo todos están concentrados viendo la película.
Las luces están apagadas, solo la pantalla ilumina sus caras.
Y ahí va nuestra primera jugada: un hilo amarra discretamente un cuadro. Amelia lo jala. Crash.
El cuadro cae con estrépito.
—¿Qué fue eso? —grita una de las chicas.
—Solo un cuadro —dice un chico con voz confiada—. Ven, siéntate conmigo, yo te cuido.
Ahí está. El clásico “caballero protector”.
Ruedo los ojos.
Pero cuando veo a Silvana acurrucándose contra Daniel y poniendo su mano en su brazo, me dan ganas de lanzarle el televisor.
Voy a matarlo cuando seamos esposos por dejarse tocar de esa forma.
De pronto, otra chica grita.
—¡¿Qué es eso?! ¡Lo vieron!
—¡Sí, yo lo vi! —dice otra.
—Yo mejor me voy.
El pánico empieza a crecer. Uno de los amigos propone poner pausa y servir algo más fuerte.
Y justo entonces, un estruendo retumba en la cocina.
Perfecto.
Segundo movimiento: activado.
—Iré a ver qué fue eso —dice Daniel, saliendo con aire de héroe.
Mientras tanto, las chicas empiezan a recoger sus cosas.
Silvana, en cambio, decide quedarse.
Error fatal.
—Aquí no hay fantasmas —dice nerviosa—. Daniel me habría dicho algo.
Mira a su alrededor.