La pasión oculta de Antonina despertó el día en que volvió a ver a Cipriano, luego de encontrarse en un dilema tan descontento que le hizo helar los pies y no encontró la fuerza para dar un paso al frente.
Cipriano, estando de pie, a unos pasos de distancia de ella, no poseía ya ninguna huella del niño que Antonina recordaba. Y es que el pasar de los años lo cambiaron a tal grado que Antonina no lo reconoció cuando lo vio entrar a la casa.
En casa de Justa y Calixto, estando sentada en el banquito junto al televisor apagado, Antonina presenció la entrada de los sobrinos de Calixto. Niños menores de diez años irrumpieron gritando en la sala de estar para correr al interior de la casa. Atravesaron el umbral empujándose unos a otros, pisando de manera descuidada a los cachorros detrás de una cortina que separaba el comedor y la habitación de Leticia. Antonina cerró los ojos al escuchar los chillidos de los cachorros, y ante el sufrimiento de uno de ellos, se puso de pie de inmediato, se acercó al cachorro y lo colocó en las palmas de sus manos con delicadeza. Lo examinó con cautela y cuando estuvo segura de que el cachorro estaba bien, lo acarició por unos segundos y luego lo estrujó contra su pecho. Los sobrinos de Calixto pasaron corriendo detrás de ella, y uno de ellos le levantó ligeramente el vestido. Antonina se rió.
Leticia habló desde la cocina, pidiéndole a Antonina que le ayudara a llevar una bandeja con vasos y una jarra con agua helada.
Antonina dejó al cachorro en su cama, —que era una caja de zapatos con trozos de algodón en el interior—, y acudió al llamado de Leticia.
Leticia le extendió la bandeja vacía, luego puso la jarra en el centro y los vasos de cristal alrededor. Antonina regresó a la sala de estar, caminó frente a sus padres y dejó la bandeja sobre el comedor, que tenía el mismo mantel de campanas rojas de toda la vida, a excepción de que ahora estaba cubierto con un gran plástico, quizá para evitar que los sobrinos de Calixto lo estropearan.
Antonina sirvió agua en cuatro vasos, le extendió dos a sus padres, otro a Leticia que acababa de sentarse junto a ellos y otro para ella que bebió antes de volver a tomar asiento junto al televisor.
El aburrimiento comenzaba a apoderarse de Antonina, y por varios minutos intentó formular la mejor manera de pedir el control del televisor, pero cuando se proponía a preguntar si podía encenderlo, reaparecieron los sobrinos de Calixto, frustrando así su oportunidad en el silencio para captar la atención.
Los sobrinos de Calixto treparon las sillas del comedor, varios de ellos se subieron a la gran mesa y Leticia enseguida los obligó a bajarse. Antonina se rió ante el panorama. Uno de los sobrinos derramó el agua de la jarra y otro rompió uno de los vasos, por lo que Leticia les dió una reprimenda que casi los hizo llorar. Antonina se ofreció a limpiar el desastre y se dirigió al patio trasero por la escoba y el trapeador. Primero recogió los pedazos de vidrio rotos y los colocó en una bolsa negra, luego trapeó el agua y regresó las cosas a su lugar. Leticia, enfadada, volvió a la cocina a servir más agua y traer más vasos.
Antonina volteó a ver a Joaquín, y con la mirada le pidió que se fueran de allí. Joaquín hizo un gesto de fastidio y asintió.
Leticia volvió con la jarra y los vasos.
Rosario se levantó a ayudarla a ponerlos sobre el comedor.
Antonina suspiró de tedio y cerró los ojos por unos segundos. En ese momento, uno de los sobrinos de Calixto exclamó el nombre de Remy. Antonina abrió los ojos y vio a Remy entrando a la casa y se levantó con euforia para abrazarlo antes de decir hola. Remy la sujetó con tanta fuerza que incluso pudo levantarla del suelo por unos segundos. Después la soltó, le tomó las manos y la besó con cariño en la frente.
—Tenemos mucho de qué hablar. —Le susurró antes de saludar a Joaquín y Rosario.
Tanto Antonina como sus padres apreciaban a Remy como si fuera uno más de su familia. Y después de tres años sin verse, comenzaron a hacerle preguntas de todo tipo. Remy estaba un poco cambiado, pero aun conservaba intacta la dulzura con que se comportaba con Antonina y sus padres.
Antonina volvió a sentarse después de saludar a Remy. Y en ese instante, con la velocidad de una aguja penetrando la piel en una inyección, apareció Cipriano.
Antonina lo volteó a ver sin interés antiguo, pues en primera instancia no supo quién era él.
Sin embargo, el aspecto de aquel varón le atrajo enseguida. Cipriano se mostró sorprendido al ver a Joaquín y Rosario, y se quedó de pie por unos momentos.
Antonina no le quitó la mirada de encima. No fue hasta que Remy se giró y lo tomó del hombro para que Cipriano se acercara a saludar, que Antonina sospechó que lo conocía de alguna parte, entonces se puso de pie para saludarlo por educación.
Remy, al ver que ninguno de los tres lo reconoció, dijo que aquel muchacho era Cirpiano; su hermano menor.
Antonina se quedó álgida. Los pies le flaquearon, y sus manos comenzaron a temblar de pronto. Sintió un leve mareo y un nerviosismo inexplicable. Quiso dar un paso al frente, pero las piernas no le respondieron. No había ya ninguna estela del pequeño Cipriano que Antonina recordaba; todo en él era diferente, desde la estatura, —pues ahora era inclusive más alto que Remy—, hasta su rostro, —que ahora poseía facciones más desarrolladas—. Antonina lo miró con detenimiento, incrédula. ¿De verdad era él?
Cirpiano saludó a Rosario y después a Joaquín, y cuando dirigió la mirada hacia Antonina, él tampoco la reconoció. Pero al igual que ella, algo en su interior se quebrantó al verla, quizá fue su personalidad, o quizá fue su moral, y sin poder evitarlo, la observó con detenimiento antes de extenderle la mano.
Esa fue la primera vez que Cipriano experimentó la fogosidad. Y claro estuvo, que a partir de esa mirada, Cipriano no volvió a ser el mismo.
Ninguno de los demás presentes en aquel lugar sintieron el cambio en la energía, nadie más que Antonina y Cipriano.