En el mar Caspio se aferran las personas que alguna vez lloraron ante una desdicha. Sufren el castigo de la soledad, la obstinación y, en la arena blanquecina, se diluyen las retinas de los ciegos. Tal vez todos ellos se sumen en la fragilidad de la costa mojada.
Era verano, en aquel ojo celeste. Se oía el dulce graznido de las gaviotas posadas sobre el muelle acalorado, donde un par de pescadores se echaban boca arriba, admirando los barcos que pasaban a kilómetros de la orilla. El viejo Samuel se giraba de tanto en tanto, tratando de cubrir su espalda con el regazo de la madera suave.
A medida que las palabras se volvían canto y la luz cortina, los párpados de los ancianos rendidos pedían descanso. Todos tuvieron problemas para levantarse y sostenerse, así que se arrastraban por los tablones para nivelarse con la arena.
El viejo Samuel sonrió apretando sus mejillas rosadas, viendo a sus amigos sostenerse todavía, mientras él se agarraba de las piedras para no caerse. Los pescadores se retiraron con el atardecer y el viejo Samuel se arrastró por la costa anhelando ver a su hijo Daniel.
Los colores del cielo pastel adormecieron los pasos del anciano, que sufría de dolores de espalda frecuentes. Es por ese motivo que se resbaló sobre el suelo rojizo, aplastando la arena con sus barbas pobladas. Pero eso no lo asustó; más bien, le tranquilizó la marea que había paseado todo el día por la costa, dejándola fresca y dócil.
Para el viejo, no hubo remedio alguno. Confiaba tanto en el mar y su rareza inmensa. Por eso se dejó dormir por el beso de las olas, cayendo dormido apenas a unos metros del agua.
—¡Oh, por Dios! ¿Qué va a decir mi hijo si no llego esta noche?
Soltó esas palabras dentro de sus pensamientos y las dejó ir al sueño.
—¿Y qué pasa si le tengo miedo a quedarme acostado en la intemperie? —resonaba dentro de sí—. ¿Qué va a decir mi hijo?
El viejo Samuel comenzó a sudar, aunque no podía percatarse; él ya estaba dormido sobre aquella arena fría, mientras las insistentes olas de la costa lo molestaban. Adonde fuere el eco de sus palabras difusas en los sueños, él seguía tratando de calmarse.
Durante la tarde, las olas demoraron en llevarlo a lo profundo del mar Caspio. Justo ahí fue donde no pudo hundirse, aunque la luna apretase su cuerpo hacia el agua. En la noche, el viejo despertó desconcertado: nada podía hundirlo.
Y mientras reía, agarrado de las nubes azules y su canto fulgor, el agua estancada del planeta se lo llevaba hacia la orilla de un barco antiguo y pesquero, donde la sonrisa se le dibujó frágilmente.
Samuel subió al viejo navío enganchándose de la borda podrida, con la esperanza de llegar a casa.
—Si llego encimado de este barco a la playa, quizá mi hijo solo llore un rato. Susurraba el anciano, todavía con sueño, parpadeando los ojos entre niebla y niebla. Navegaba con cierta habilidad y destreza,
alegrándose de que en el mar él era un delfín jugando con los peces.
La afinidad de un marinero no mentía... Es por eso que desde que Samuel entró en la niebla, escuchaba un ruido incesante de lloros y lamentos. Alcanzaba a ver entre pestañas, golpeteos en los bordes del barco antiguo.
Muchos de ellos venían acompañados de susurros.
El anciano le lanzó una risa juguetona al aire pesado.
—Pequeñas hermosuras, me es claro lo que me piden y quisiera dárselos, lo juro... —murmuró constipado—, pero siguen sin entender que ustedes deben buscar otro rumbo.
Los ruidos en el agua pronto se volvieron manos blancas, tan blancas invernales, que el frío de la noche las traslucía a los ojos de la luna.
Las gotas congeladas sobre el barco brillaban, al igual que los ojos que se ocultaban bajo el océano. Samuel, con las manos árticas, respondió con su corazón apretado, tocando el vientre helado de las palmas que emergían del agua. Su barba, sus pestañas y sus labios se enfriaron al punto de hacerse escarcha. Mientras seguía abrazando las manos que se asomaban y pronto desaparecían, el cuerpo del viejo comenzó a temblar por un frío que jamás sintió.
Siguió remando, aguantando la pesadez de la ventisca besando su frente. Hasta que vio la costa del mar Caspio y, con ella, su casa suspendida en una península. El paso errante de la flota casi había destruido la madera carcomida por las termitas, y como de costumbre, Samuel el pescador llegó con velocidad a la playa.
Ahí lo recibía Daniel, que con emoción y preocupación interrogó inquieto a su padre abatido. Pero también, su amor le decía que era importante, que lo necesitaba en casa. Al viejo Samuel se le cayeron unas lágrimas con desesperación. Parecían derretidas, después de tanto hielo.
—Hijo, tú jamás estarás solo si tu corazón distingue. Nunca te ahogarás si el dolor te atraviesa en donde ya no te duele. —Decía, con la cara arrugada y el corazón blando.
Daniel no entendió a qué venía el sermón; sin embargo, siempre escuchaba atentamente el corazón de su viejo.
En la mañana siguiente, el sol volvía a calentar el árido paisaje del mar Caspio. No parecía que las nubes anoche hubieran decidido congelar el océano.
En aquel día, el viejo Samuel veía, sentado en los tablones del muelle, a sus amigos pescando a kilómetros de la orilla. Confiando en que si algún día se llegan a dormir en el mar Caspio, encontrarán la forma de volver a sus hogares.
Editado: 08.10.2025