—¡Ramírez!
Salté de la cama al escuchar el grito de mi madre proveniente de la cocina. Siempre era lo mismo para los fines de semana, gritar a todo pulmón nuestro apellido, para que bajáramos a desayunar.
—¿Qué crees que haya hecho mamá de desayunar? —pregunta Luis desde su cama.
Esa era lo malo de compartir cuarto con tu hermano, él verlo en paños menores y con una situación matutina que se vuelve extraña. A pesar de que ya no éramos los niños con cara de nopales a los cuales les apestaba los pies, las axilas y la cola, la concentración de macho alfa se quedaba, y era repugnante cuando su aroma de él predominaba.
Y volviendo al tema, porque me acabo de desviar. Es que siempre tienes a ese grano en el trasero llamado “hermano” que no te deja en paz.
—Ardillas al carbón —contesté.
Luis entorno los ojos y bufó.
—Podrías una vez en tu vida contestar sin sarcasmo —me indica.
—No —está a punto de decir algo filosófico sobre la manera correcta de comunicarse pero prefirió guardárselo, porque sabía que no serviría de nada—. ¿Por cierto las rosas te ayudaron a coger? ─inquiero.
—A veces pienso que eres…
—¿Hermoso, bello, perfecto? Por supuesto, eso ya lo sé. No has escuchado eso de que el primer hijo siempre sale feo porque es la prueba y el segundo ya es lo mejor.
Recibo un almohadazo, que me hizo rodar en la cama. Carcajeé. A veces es una nena.
—¡RAMÍREZ!
Y ahí estaba de nuevo el grito de mamá.
Me levanté corriendo colocándome una bermuda y una playera que aún se encontraba limpia, eso lo sé porque no apestaba.
Me apresuré a bajar a desayunar, antes de que mamá terminara subiendo y tuviéramos que enfrentar la furia del dragón.