—Eres una porquería, odio que no te muevas y tenga que hacer el estúpido trabajo.
Félix se levanta de la cama para dirigirse al baño. Me enredo entre las sábanas, intentando controlar el dolor de mi cuerpo. Me ha lastimado demasiado. Tengo hematomas en mis brazos, muslos y mordida en mis hombros. Algunos su color ha disminuido, pero lo más frescos me arden. Mis pechos se sienten calientes, como si estuvieran quemándome y no sé el por qué.
Pero entiendo que me lo merezco por haberle reprochado que me dañaba. No sé quién dijo que el sexo era lo mejor, si para mí era algo horrible, era un alambre de púas; arañando, rasgando, asfixiando, apretando, lastimándome al grado de hacerme sangrar.
Con pesadez, me levanto de la cama y tomo mi ropa para vestirme. Cuando me giro para ver la sábana, me doy cuenta que está manchada de sangre. Mis ojos se abren y mi corazón salta de una manera innatural.
Tomo la tela rápidamente, pero no lo suficiente cuando la puerta se abre.
—¿Qué haces? —pregunta al salir. Está completamente desnudo con el cepillo de dientes en la mano—. ¿Qué no escuchaste? Te he hecho una pregunta. Sabes que no me gusta que me hagan esperar.
—Intentaba… acomodar la cama.
—Me estas mintiendo. ¿Qué hacías? —se acerca hasta que tengo que levantar el rostro para verlo a los ojos. Gran error, no debí hacerlo—. ¡¿Cuántas veces te he dicho que no me veas a los ojos?!
Me encorvo en mi lugar.
—No te enojes.
—No estoy enojado —podía sentir el calor emanar de su cuerpo—, pero sabes que me molesta que me mires, cuando sabes que no debes hacerlo.
Me arrebata las sabanas, pero sus ojos captan la mancha carmesí.
—Por favor, Félix…
Y mi suplica no le bastó, porque me tiró de un sólo bofetón.
Así era siempre, me golpeaba y después me hacía el amor de una manera tan delicada que lo desconocía, para después volver a enojarse y hacerme lavar las sabanas.
Decía que la sangre era lo más asqueroso de una mujer.