En el nombre de ella

21.- IRIDNA

Estaba parada frente a la puerta de él. Sólo tenía que poner los nudillos y golpear, para que saliera. Sólo eso, tres sencillos pasos:

1.- Elevar mi mano.

2.- Hacerla puño.

3.- Golpear

¿Era tan difícil? ¡Por supuesto que no! Pero con el miedo comiéndome cada hebra de mi poca estabilidad no ayudaba demasiado.

Tomé una gran, pero gran bocanada de aire antes de tocar tres veces. Limpio rápidamente mis lágrimas, porque sé que eso lo molestará.

La puerta se abre.

―¿Qué haces aquí? ―espeta con molestia.

Está desnudo del torso, trae en una mano unas cartas. Al parecer estaba jugando. Su cabello está hecho un lío. Pero eso no fue lo que me llamó la atención, sino la chica que se asomó a la puerta. Una hermosa chica de grandes proporciones.

―¿Qué sucede, Félix? ―cuando termina de escudriñarme con asco cómo a un perro con sorna, habla―: ¿No queremos nada de lo que vendas?

No me pasó la forma en que acarició su hombro y uno de sus omoplatos. Tampoco el hecho de que llevara encima un delgado sostén.

―Vuelve adentro, Jennifer.

―Pero…

―¡He dicho que vuelvas al maldito sofá!

La chica con un puchero en los labios y una última mirada de aburrimiento hacía mí, se gira para entrar.

Cierra la puerta tras de él, colocándose del otro extremo.

―¿Quién era ella, Félix? ―pregunto con la mirada fija en mis zapatos.

―Una mujer, ¿acaso no la viste? Ahora de sorda, me saliste ciega ―no tenía que mirar sus ojos para saber que ya estaba molesto― ¿Qué haces aquí? Me fastidia que me interrumpas. Además, ¿desde cuándo vienes a mi casa sin que yo te llame? Cuidado con que te estés tomando confianzas conmigo ―me señala con el dedo en reprimenda―. ¿Qué haces aquí, Iridna? ¡Contesta!

Respingo en mi lugar. Así que tomo una respiración y lo suelto de golpe.

―Estoy embarazada.

Me arriesgué a mirar sus ojos, y fue como mirar las mismas llamas del infierno. Pude contar el tiempo en que su rostro comenzó a deformarse.

―Dime que es una jodida broma ―estuve a nada de salir corriendo de ahí cuando reconocí ese tono áspero que usaba para saber que nada bueno se avecinaba.

Negué suavemente. Puede percibir como pequeñas lágrimas rodaron por mi semblante hasta perderse.

―¡¿Qué no te estabas cuidando?! Como se te ocurre embarazarte, estás loca sí crees que es escuincle es mío. No, no, no ―retrocedió unos centímetros―. No sé qué haces, pero te sacas a esa cosa ―entonces a la velocidad de la luz tomó mi muñeca y mi cabello, aferrándose tanto que no pude retener más las lágrimas de dolor―. Ni una palabra, Iridna, ni una palabra ―ya se lo había dicho a Deneb, pero no pensaba contárselo, cuando estaba a punto golpearme.

―Félix, me lastimas…

―¡Eso debiste pensar antes de embarazarte! ―grazna con tanto odio que supe en ese momento que era mi culpa―. No puedo creer que hayas caído tan bajo, que pensando que embarazándote me atarías a tu lado. ¡Estás loca! ―Me empuja tan fuerte que termino en el suelo―. Es tu error, tú lo resuelves.

Se dio media vuelta y entró a su casa. Dejándome tirada. Llorando. Hecha trizas.




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