―Entonces Daniela…
―Mi nombre es Maribel.
La castaña teñida me mira malhumorada.
La verdad es mi culpa llamarle por otro nombre cuando ni le he puesto la atención que requiere, ya que en mi mente sólo una chica de cabellera larga danza en mis pensamientos.
―Lo sé, sólo quería volver a escucharte decirlo, se escucha muy sensual. ―le tomo a mi café―. ¿Vamos?
Al escuchar mis palabras la molestia desaparece de su semblante dando paso a la coquetería y la mirada chispeante.
―No deberías preguntar, guapo.
Dejo un billete en la mesa por mi café y el de la morena, para después salir del local y dirigirnos a un lugar más privado.
―¿A dónde? ―preguntó.
―A donde tú quieras ―ronronea en mi oído.
La tomo de la cintura para salir de la cafetería. Una vez afuera mis ojos captan la figura de la persona que había mencionado anteriormente y me tiene entre nubes. Y aunque no lo admita, en voz alta, me duele que este tomada de la mano de él.
Recuerdo muy bien ese día, la había visto; ella estaba junto a él. Todo parecía tan normal, una pareja dándose un par de cariñitos, pero no, no cuando yo me estaba dando cuenta de la perversa relación que tenían.
―He, ¿a dónde vas?
Ahora me importaba menos Daniela. O, como se llamará.
No me había dado cuenta que mis pies me estaban dirigiendo hasta ellos.
―No sea una perra y afloja, ahora.
Sólo esas palabras bastaron para que la rabia y la adrenalina corrieran como río en mí.
Mis manos actuaron automáticamente; tomé un puñado de su playera hasta lanzarlo al suelo.
―¡Deneb!
Mis puños iban sin control alguno al rostro de ese mal nacido, incluso al contarlo, me dan ganar de volver a golpearlo. Quería que él sintiera lo que ella sentía, quería matarlo, quería que se convirtiera en polvo. Pero era demasiada fantasía para ser real.
En un descuido era yo quien estaba bajo de él, me ocultaba el rostro con mis antebrazos. Dolían, por supuesto que sí, el maldito tenía buena mano, pero no me iba a dar por vencido. Suficientes buenos agarrones me di con mi hermano como para que ahora esté perdiendo.
―Por favor, pararen.
Podía escuchar las suplicar de Iridna y por alguna razón pude rodar y zafarme del agarre.
―¡¿Quién demonios eres?! ―parecía realmente no recordarme―. ¡¿Quién demonios eres?! ―volvió a vociferar.
Mi mirada estaba alerta a cualquier movimiento que fuera hacer. Quería tomarla del brazo y llevarla lejos de él, pero sabía que eso no sería bueno y menos cuando nos hemos dado una arrastrada.
Intentó lanzarse sobre mí, pero retrocedí. Puede que se haya visto cobarde, pero sólo quería que ella dejara de llorar.
No pensé, no use el cerebro como siempre.
―Vámonos, Iridna ―estiré mi mano en su dirección.
Eso pareció desconcertar a los dos; él por no saber quién era yo, y ella por darse cuenta que había alguien que estaba a punto de dar todo por su bien.