Sabía que mi familia me amaba, lo sabía de ante mano. Para papá y mamá era su princesa, su sol, su niña. Para mi hermano siempre fui esa pequeña mariposa frágil, que cuidaba, adoraba y protegía. Ahora verlos con esas miradas interrogativas y decepcionantes, me hace sentir mal, la peor calaña.
—Yo…
—No hables, Iridna. Deja por favor que procesemos todo.
—Saúl —mamá reprende a mi hermano.
Suspira.
—Lo siento, Iridna. En verdad lamento no haber estado ahí para ti ―comienza Saúl―. Eres mi pequeña hermana que debí proteger, cuidar con mi vida. Eres mi pequeña hermana ―se escucha un gemido lastimero. Avergonzada desvió la mirada al suelo―. ¿Lo qué no entiendo es porqué jamás no lo dijiste?
Se levanta y se restriega las manos en la cara. Me destruye ver a mi hermano así, yo he provocado todo esto.
―Mi amor, ¿dónde es que conociste a ese hombre? ―inquiere mamá por primera vez después de que terminé de hablar―. Si había algo malo con nosotros debiste decirlo. ¿Qué pasó, amor?
Papá abraza a mamá.
―Papá… ―susurro, en espera de que diga algo.
Su manzana de Adán se mueve con dificultad.
―Soy tu padre, Iridna. Debí dar la cara por ti. No sé si nuestro error fue darte tanta libertad. Pensar que el cansancio y la forma tan encorvada en que te convertías era parte de la universidad. No sé si es algún castigo que estemos pagando por ser malos padres ―aspira los fluidos nasales ―. Pero lo que sí sé es que no es tu culpa nada de lo que te sucedió. Mi alma está rota al verte así, al saber que frente mis narices estaban siendo consumida, pero no era tu culpa, sólo no… supiste irte al ver el monstro que tenías frente a ti.
Busco a Deneb con la mirada, él tiene sus ojos sobre mí, sonríe cuando nuestras miradas se conectan. No me está presionando, ni mucho menos reprochando, me alienta a que hable.
—Hace… hace un año y unos meses que salgo con él.
—¿Dónde lo conociste? ―inquiere mi hermano.
—En la escuela. Él no va conmigo, pero tenía un amigo que era amigo de uno de los míos. Fue a la universidad esa vez, y es como lo conocí.
—Hija ―mamá se acerca a mí, toma mis manos y las encierra en las suyas. La calidez que estas me trasmiten calman un poco el golpeteo del corazón―. Necesitamos que digas todo cuando estemos en el juicio. Sé que es algo horrible contar esto, pero lo necesitamos, para que el no vuelva a salir.
—Tengo miedo, mamá ―esa fue la primera vez que admití el miedo y fue liberador.
—Lo sé, amor ―acaricia mi mejilla―, pero no te vamos a dejar sola.
Aprieto mis labios, un sollozo se atasca en mi garganta.
—¿Segura?
Mamá cubre su boca, papá cierra los ojos y mi hermano se mueve de un lado a otro.
―Segura.
El chico que ha sido tan insistente desde un inicio conmigo, se levanta de su lugar y se coloca junto a mí.
―No estás sola, jamás lo estuviste ―afirma―. No lo notabas porque estaban cegada, pero ya no. Seremos tu escudo.
Por un momento Deneb se convirtió en la adrenalina que mi cuerpo necesitaba para volver a avanzar.
Hasta ahora sé que él fue mi motivo para salir de mi habitación; enfrentarles y contarles. Aunque ya es muy tarde, sé que él fue ese empujón que necesité y nunca sabrá el gran significado que tuvo en mí, ya que los muertos no hablan.