Westminster, Inglaterra
CECILE
Entre Ana y Cecile surgió una charla amena y fluida. Parecía que en vez de conocerse hacía solo un cuarto de hora, se conocieran de toda la vida. Esto a ella la relajó un poco. Solo le llevó minutos darse cuenta de que Ana era, en verdad, la excelente persona que parecía en las entrevistas.
Minutos antes les habían dejado los elementos necesarios para tratar sus heridas. Cuando su frente y sus manos estuvieron limpias, pudo ver que solo tenía lesiones superficiales que sanarían pronto.
Estaba en esto y a su vez escuchando una anécdota contada por Ana sobre su reciente luna de miel cuando, súbitamente, se abrió la puerta.
Aquel ángel de ojos rojos y alas negras la miraba con incalculable intensidad desde el umbral, trayendo de nuevo a su cuerpo esa sensación de flaqueza.
—Ziloe, tengo algo que mostrarte —le anunció desde allí—. Lo que creo esclarecerá en parte las cosas... y deben esclarecerse porque yo necesito saber la verdad, y tú también.
En realidad Cecile no estaba en búsqueda de ninguna verdad, ella solo quería que la dejaran libre para volver a su hogar y a los brazos de su novio.
—Está bien —fue su breve aceptación.
Él caminó despacio hacia ella sin dejar de mirarla de aquella manera tan profunda. Sin poder soportar su mirada rojiza Cecile llevó la suya a los pisos finamente esmaltados, como si en esos rombos y arabescos se hallase de pronto el secreto mejor guardado de todo el universo. No levantó la mirada hasta que sintió la tibieza de su aliento muy cerca de su rostro. Cuando lo hizo notó que él estaba a escasos centímetros y que la examinaba sin pena, como queriendo descifrar lo que en realidad sentía.
—Mira la imagen y dime quién es para ti —le pidió él, y Cecile así lo hizo, percatándose de que en su mano derecha tenía una foto.
La acercó levantándola hacia ella, y a esa distancia la pudo ver con claridad.
Cabello rubio de un tono natural casi platinado, un rostro perfecto y exquisitos rasgos enmarcados por dos ojos tan celestes que parecían cristalinos.
Cecile volvió a mirar al ángel y una arruga se formó en su frente al hacer un gesto de incomprensión.
—Es mi novio, se llama Finn —murmuró mientras se preguntaba por qué le mostraba su foto; y en primer lugar por qué tenía una.
«¿Qué rayos tiene que ver Finn con todo esto?»
Él suspiro y luego sonrió; una sonrisa triste, con pesar. Una chispa de intriga se encendió en la mente de Cecile.
—Ziloe, él no es quien dice ser... pero eso no es lo que más me importa, lo realmente importante es si tú quieres conocer la verdad, ¿quieres saber realmente quién es?, ¿quieres saber quién soy yo?
Stepney, Inglaterra
URIEL
Malplaquet House era uno de sus nidos (así les llamaban los ángeles a sus diversos lugares de reunión en el mundo). Esta era una casa georgiana construida en el siglo XVIII, de cuatro pisos e imponente arquitectura clásica, que, recientemente, y luego de un siglo de abandono, había sido restaurada con excelencia para convertirse en cuna y exposición de invaluables objetos de arte. En aquella tarde sombría, dentro de aquel imponente edificio antiguo, se llevaba a cabo un improvisado concilio.
Uriel, único arcángel en la tierra, intentaba apaciguar a la exaltada concurrencia, pero demás está decir que los ánimos estaban caldeados, y con justa razón.
—¡¿Cómo puede ser posible?! —rugió Masriel, capitán del escuadrón del norte. Sus alas azules se sacudían frenéticamente—. ¿Por qué el Padre lo ha permitido?, no puedo entenderlo.
Él intento calmarlo, aunando a su apacible tono de voz un gesto hecho con ambas manos que le instaba a serenarse.
—Masriel, sosiégate. No nos corresponde juzgar los actos y razones del Padre —le recordó—. Él ve propósitos en todas las cosas que nosotros no alcanzamos a comprender.
—Lamento disentir contigo, Uriel, pero ¿qué propósito puede haber detrás de tanta muerte, ¿cuántos hombres han sido masacrados?, ¿cuántos en nuestras filas han caído? —intervino Ariel, una general del escuadrón sur.
Uriel miró al ángel de alas doradas comprendiendo su doloroso desconcierto. Él sentía lo mismo. Aún llevaba nítida en sus pupilas aquella última imagen de Miguel, su rostro resignado al enfrentar la muerte, una que él no atestiguó, pero que estaba seguro de que había acontecido, podía sentirlo en su interior. Su amigo y superior había expuesto su vida para salvar la suya.
—Lo sé Ariel, el mismo Miguel se encuentra entre los que se han perdido —le respondió con pesar.
Ariel asintió con la mirada baja.
—Conozco al Padre y sé que pronto tendremos respuestas a nuestros interrogantes. Hay una razón, lo sé. No debemos perder la fe.
Todas las miradas angelicales estaban sobre él. Uriel sabía que meditaban en sus palabras, rogó en su interior que su fe no menguara, que pudieran creer. En medio de aquel tenso ambiente, una voz se hizo escuchar entre todas.