En el refugio de sus alas

Capítulo nueve

Westminster, Londres

CECILE

Se hallaba recostada sobre un sillón tapizado en terciopelo negro; de dos cuerpos y hechura artesanal. Dormir después de esa visita aterradora y esa increíble revelación era un logro que no se creía capaz de alcanzar, pero el cansancio parecía ganarle al miedo la batalla.

«¿Soy la hija del Pedro que relata la biblia?, ¿ llevo viva más de dos mil años?, ¿será posible?»

Esas preguntas y más como esas eran las que le impedían dormirse, y necesitaba hacerlo, porque de pronto se sentía tan cansada. Esperaba que volviera Hariel para que terminara con su relato. Él había estado allí horas antes, con aquella ángel de alas borgoñas que estaba con él esa mañana, y con otro más, uno que tenía dos pozos negros en vez de ojos, y que desde que había entrado le había erizado por completo la piel. Aquella mirada se había quedado grabada en sus pupilas.

—¿Así que has vuelto a nosotros, pequeña Ziloe? —fue lo primero que le había preguntado. Su tono era irónico, igual, su sonrisa.

«¿Volver?»

Ella no supo qué decirle. Desde que esa locura comenzó parecía haber perdido la facultad del habla. Solo había atinado a mirar a Hariel en busca de una mirada menos desesperante y más conocida. Sorprendiéndose cuando notó que la ángel también la miraba con la misma calidez que él.

—Y-yo n-no —había tartamudeado un poco por los nervios—. Yo no recuerdo ser Ziloe. Hariel me explicó pero...

Su oración había quedado a la mitad, por la intensa mirada de escepticismo que le dedicó aquel macabro ángel.

—No recuerdas —había repetido sus palabras—. No sé si creerte, siempre fuiste algo, melodramática. Oh, sí, y también mentirosa, ¿no recuerdas tu promesa, linda? pues, ¡eso que demonios me importa! La cumplirás, tú me darás el trono, espero tu completa obediencia.

Cecile tragó saliva cuando escuchó eso, pero lo había pensado mucho después de su charla con Hariel, si ella era realmente la llave que ellos necesitaban para terminar con su batalla cósmica, que así fuera, pero por lo menos debía lograr con esto salvar las vidas de los habitantes de la tierra.

«Tú puedes, Cecile, hazlo».

—Es verdad que no recuerdo —le había respondido elevando el tono de su voz, e imprimiéndole firmeza—: aunque estoy dispuesta a ayudarlos, pero a cambio quiero que terminen con la matanza, que firmen un convenio que acuerde que pase lo que pase con su guerra, ya no traerán más muerte ni calamidad a este mundo.

Él la había mirado como si no la reconociera, para después fruncir el ceño y avanzar unos pasos hacia donde ella estaba.

—Oh, así que tienes condiciones, ¿quieres hacer un trato con el diablo?, ¿no has oído que es una mala idea? —le preguntó primero, para mutar su expresión, luego, a una de seria rigidez—. No, no habrá ningún acuerdo ni convenio. Lo harás o voy a terminar con tu vida de la forma más dolorosa, más vergonzosa, y más lenta que te puedas imaginar.

Cecile se había asustado, no parecía una amenaza vacía. Ella nunca había sido una mujer valiente y decidida; y se dio por vencida sin luchar.

—Piénsalo, Ziloe, y agradece que aún estas viva —había terminado.

Tanto él como la ángel se marcharon después. Hariel se quedó un poco más, a Cecile le pareció preocupado.

—Volveré en cuanto pueda, Ziloe, hablaré con Luzbell, no te preocupes, no dejaré que nada malo te suceda. Sé que no entiendes mucho, solo has lo que te pide, ¿sí?, esta no es tu pelea. —Hariel debió notar su mirada espantada porque le dijo al concluir—: Sí, él es Luzbell.

Luego también se marchó.

Pasado ese tiempo Cecile aún no se creía lo que le estaba pasando. No había forma de que esto fuera más increíble. Seguía pensando en esto cuando una sombra de alas la alertó, se irguió de su postura para pasear su mirada ansiosa por toda la habitación.

Ahí estaba él.

Tenía enormes alas blancas que salían de una armadura igual a la de los caídos, pero en vez de ser negra esta era de un reluciente color plata. Aquel hermoso rostro que adoraba la miró con ansiedad un momento, y luego corrió hacia ella rodeándola en un afectuoso abrazo.

—Oh, Cecile, ¿estás bien?, ¿no te hicieron daño? —le preguntó alejándola un poco para poder observarla en detalle.

Ella solo asintió conmovida. Ahora se sentía segura de nuevo.

Cuando la primera impresión pasó, ella hizo esa pregunta que era tan obvia como necesaria.

—¿Eres un ángel?... ¡Por Dios, Finn! ¿Por qué me lo ocultaste? Creí que él me mentía, pero no... el que mentías eras tú.

Él bajó la mirada por un segundo, se veía avergonzado.

—Lo sé, Cecile, y lo siento, pero era necesario, lo hice para protegerte. Te amo.




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