Los Alpes, Suiza
LILLY-NAIEL
Lilly-Naiel había terminado ayudando a los dos hombres. Los acercó a un improvisado centro de atención que habían erigido los humanos sobrevivientes de esa ciudad. Tuvo que llevar en brazos al enorme rubio y darle su hombro para que se sostenga al otro joven (ese que había conmovido su corazón), pues se le dificultaba cada vez más caminar.
Agradeció ser fuerte, aun no teniendo alas.
—Gracias —le había dicho el hombre que dijo llamarse Thomas—.Nunca creí que Dios enviaría a un ángel a rescatarnos. No creí tan eficaces las oraciones, creo que de ahora en adelante oraré más seguido.
Lilly-Naiel había sonreído ante sus palabras. En el camino le fue claro que Thomas era un buen hombre; amable, dulce y agradable.
—Pues créeme, Thomas. —Había sido su respuesta—. Todo lo que te he narrado es cierto. En este momento sabes más que cualquier otro humano sobre lo que les está sucediendo.
—Sí... gracias por eso también, aún trato de procesarlo en mi mente, pero la verdad es la verdad, por muy loca que parezca —le había dicho él y después había reído un poco.
—Así es. Bien, debo irme, tu amigo estará bien, ya lo están atendiendo, y seguro que tú también. —Se había despedido ella en la puerta de aquella enorme carpa sostenida con vigas de madera.
Pero Thomas la había frenado antes de irse.
—Lilly-Naiel. Sé que ya has hecho mucho por mí, pero, ¿podría pedirte una última cosa?, ¿podrías llevarme contigo cuando regreses a Inglaterra?
En los ojos de aquel mortal había tanta esperanza que no pudo negarse a su pedido. Sabía que la esposa de Thomas estaba allí y que llevarlo no le sería problema, pero no sabía el tiempo que le llevaría encontrar al serafín ni cuánto permanecería con él.
—Debo ir en busca del mensaje del Padre, no sé cuánto podría demorarme.
Se lo había advertido con cierta pena; creyó que Thomas no insistiría.
—Puedo esperarte. —Le había parecido tan decidido—. Por lo
que veo no habrá otra forma de llegar hasta allá. Por favor, ayúdame, debo encontrarla.
—Muy bien, espérame. Prometo volver por ti después de terminar mi tarea.
Y así había accedido antes de decirle adiós. Luego comenzó su marcha hacia los Alpes; tenía un largo y dificultoso camino que recorrer; en ese momento sí deseó tener alas. El ascenso no fue sencillo, otra vez sus pulmones se quejaban. Antes, por la abrupta entrada de agua y en ese momento, por la falta de aire. Su estadía en el mundo humano siempre había estado limitada en aquella ciudad inglesa, de clima frío y lluvioso, pero no extremo como el que soportaba ahora. Aun así siguió escalando. Tariel le había dicho que estos, los serafines de las montañas, vivían en grietas en los riscos más altos, escondidos y apartados. Comenzó a nevar y sí, todo se complicó aún más. Los peñascos de los que se sujetaba para ir más rápido se hicieron resbalosos y la noche que cubría con su manto oscuro la montaña complicaba la ya escasa visibilidad, pero Lilly-Naiel tenía una excelente vista y, como hizo desde el inicio, agradeció aquel don a su creador. Un par de pasos y llegó a la cúspide de uno de ellos. Buscó señales del serafín, que no halló, pero su olfato, después de algunos metros más, la alertó de la presencia de otro ser angelical.
—Una querubín. —Oyó nuevamente, en un tono áspero y asombrado.
Parecía que todos le recordarían su jerarquía inferior.
Se giró en dirección a su voz para poder verlo. Era muy alto, debía, fácilmente, alcanzar los tres metros. Su metro sesenta parecía minúsculo en comparación. Tenía una vestimenta que lo cubría por completo; hecha de una gruesa piel blanca, de la cual por debajo solo podía verse su rostro, que era pequeño y redondo, y ostentaba en él dos vivaces ojos color violeta.
—No me digas que eres tú al que llaman Pie Grande —exclamó ella, recordando haber visto esa exacta descripción, una vez, en un periódico humano y en esa misma zona.
—Los hombres le ponen nombre a todo, querubín. Ven lo que quieren ver, lo llaman como les parece y juzgan sin comprender. —Fue la respuesta que le dio con su voz ronca.
Lilly-Naiel no le hizo caso a esa cierta brusquedad con la que le hablaba. Su misión era más importante que nada.
—Vengo a buscar el mensaje del Padre para la llave. Tariel, de los mares ingleses, me envió en su busca —le informó ella, dudando al terminar de decirlo si realmente había sido enviada o más bien se había enviado sola.
—Tariel, no me sorprende, es un boca floja, pero está bien, estás aquí, y el mensaje debe llegar a su destino. Esperaba a un ángel de alas veloces, pero me conformaré contigo. Tu insignificante presencia debe ocultar un propósito. Ven, querubín, acércate —le pidió acompañando su pedido con un gesto de su mano enguantada.