Capilla Saint Lucas, Inglaterra
ANA
El mareo persistía. Ana quería adjudicárselo a la reciente falta de aire, al paseo en ángel, al maltrato que recibió su cuerpo, pero después de un rato de darle vueltas al asunto, optó por sincerarse consigo misma y por asumir que la razón no era ninguna de esas.
Lo presentía desde hacía una semana, pero le fue más claro el día en el que se probó el vestido para el estreno en el sector vip de la exclusiva tienda londinense Ducato's.
—¿Haz subido un poco de peso, corazón? Ya deja los postres—bromeó el diseñador y dueño de la tienda, con el que tenía muy buena relación, Pierre Gerie.
Ella rio un poco; también había notado ese ligero aumento de peso. Quizás no era mucho, dos o tres kilos, pero para un cuerpo tan delgado y menudo como el de ella, esa variación era perceptible.—Sí, adiós a todo lo que le pongo crema encima —respondió ella, en el mismo tono chistoso que él. Guardó en su mente una nota mental: "Ir cuanto antes a la farmacia".
El vestido elegido tardíamente (pues ella daba poca prioridad a aquellos asuntos de moda) había sido uno de organza negra de una sola tira, forrado en el interior, y con un centenar de piedritas multicolores en el escote. Era precioso.
Se lo habían envuelto para enviarlo luego a su piso, que se hallaba en la zona céntrica de la ciudad. Ya salía de allí cuando comenzó la ola de impactos. Una ráfaga ardiente había dado de lleno en la tienda, de manera milagrosa no la tocó, pues ella se hallaba en un rincón, completando el pago de su compra. Pero Pierre y una de sus empleadas no corrieron con tanta suerte, la bola de fuego los golpeó mientras charlaban y reían; los incineró casi instantáneamente.
Ana logró evadir trozos de escaparate y mampostería y salió. El empleado que quedó con vida, Sthepen, salió detrás de ella. Observó el desastre, oyó tanto las trompetas como los gritos, inhaló el denso humo y sintió en la piel el frío pasear de la parca, luego corrió, corrió y corrió sin detenerse, por su vida y por la ínfima posibilidad de que albergara vida en su vientre. No tardó mucho en hallar a Emily.
Volvió al presente y se cubrió un poco más con la manta acolchada. Era una noche fría. Había dormido un par de horas en ese pequeñísimo y austero cuarto. La duda de su estado empezó a perseguirla de nuevo ahora que tenía un momento de verdadero descanso. Un pequeño Thomas. La sola idea le entibiaba el alma; ojos aguamarina, cabello rubio oscuro, sonrisa sincera y una ternura que no podía inventarse, una que le brotaba naturalmente. Quería saber, pero...
«¿Cómo podré ahora?, sin farmacias ni laboratorios clínicos abiertos... ¿por cuánto más cargaré con esta pregunta?»
En eso reflexionaba cuando algo se encendió en su mente, igual que en los dibujos animados, se prendió sobre su cabeza una pequeña lámpara. Estaba rodeada de ángeles de Dios, ¿podrían ellos ver si la vida se alojaba en su interior? Sonaba posible, ¿que perdería con intentarlo? Decidida, dejó el calor de la pequeña cama y salió de la habitación en busca de uno de ellos.
Surcó el pasillo con prisa hasta llegar al lugar donde se celebraba la misa. Aún tenía los bancos de madera en perfecto orden y en el altar algún que otro utensilio. Solo dos velas alumbraban todo, pero aun en la penumbra lo vio. Era el ángel a quien Finn, el novio de Cecile, llamó Melezel. Sus rizos rubios le caían en la frente, pues mantenía su mirada en el piso mientras tarareaba una melodía sentado en uno de los bancos del frente.
—Hola, soy Ana, tú eres Melezel, ¿no es verdad? —lo llamó ella, y él, asintiendo, se volteó a verla; tenía una mirada azul pálido que irradiaba paz y serenidad—. ¿Podría hacerte una pregunta?
Antes de responderle sonrió; su pureza brilló en ese gesto.
—Sí, claro. Hazla.
Ana avanzó un poco más y se acomodó a su lado. Respiró hondo y buscó su mirada.
—Yo... —inició con un dejo de duda—, creo que estoy embarazada. Tú, ¿puedes ver si es así?, digo, ¿eso está dentro de sus habilidades?
—Veo la vida —le respondió él—. Todos podemos, aunque nuestra visión espiritual va de la mano con nuestra santidad, es por eso que los caídos no pueden ver las cosas con claridad, la oscuridad de sus rebeliones les nubla la percepción.
Ana entendió. El dolor infinidad de veces quiso velar su mirada. Por un momento pensó en su hermana.
Él se acercó un poco más, algo dubitativo, ella asintió dándole permiso. Entonces Melezel posó una de sus manos en su vientre. Su rostro no reveló nada (y no es que Ana esperara que se le marcara un positivo en la frente). Instantes después se apartó. Una sonrisa diminuta curvó sus labios rosados.
Volvió a acercarse a ella, pero esta vez para susurrarle al oído la ansiada respuesta.