En el refugio de sus alas

Capítulo diecisiete

Westminster, Londres


ZILOE


El vuelo de vuelta al Palacio se le había hecho mucho más corto que el anterior, el que hizo a espaldas de Finn; quizás era porque al otro lo disfrutó, porque se regocijó en volver a estar con él y en cada minuto que compartían volando entre las nubes.
Al llegar Pilly-Kabiel la condujo a la misma habitación que había ocupado horas atrás, esto le pareció un burlón déjá vu. Afligida se recostó sobre el futón negro mientras observaba por la ventana el amanecer de un nuevo día, uno que esperaba fuera menos trágico que el que le precedió.
—Tenemos mucho para hablar, amiga —le había dicho PillyKabiel antes de dejarla ahí—. Pero él querrá hacerlo primero, te veré luego.
No hacía falta que preguntase quien era ese él. En partes iguales; ansiaba y temía confrontarlo. Solo podía reparar en algo, la última vez que lo había visto en el pasado, fue en aquella agridulce noche en la que hicieron el amor.
Ziloe flexionó sus piernas apretándolas contra su pecho y cerró los ojos. El ambiente era cálido en ese cuarto empapelado de azul y dorado, pero en su interior se cernía un frío, y este era el de la confusión, el de la ambigüedad de emociones y el del enredo de sentimientos.
Un ángel de ondulados cabellos anaranjados le dejó minutos más tarde, una bandeja con comida, ni siquiera lo tocó, no tenía hambre, ni ánimo para nada.
Ver de nuevo a Hariel en plena conciencia de quien era, de quien había sido para ella, la había afectado. Se percibía tan dividida, con una parte de su corazón en Finn, en su dulce trato y amor sincero, y con otra en Hariel, en su pasión desbordante y amor posesivo. Eso y todo lo demás (lo que a nueva cuenta le exigirían los caídos) la agobiaba, la abatía.
Pasaron unos veinte minutos hasta que la puerta se abrió de nuevo. Ziloe estaba adormilada, pero se despabiló de pronto cuando lo vio parado frente a ella. Traía otra armadura, de iguales características, pero con la diferencia de que esta estaba limpia, sin rastros de sangre angelical. Hariel suspiró y cruzó los brazos sobre su pecho. Ziloe se sentó en el sillón mirando hacia el piso.
—Ziloe —la llamó y ella tardó en levantar la cabeza hacia él unos cuantos segundos. Le temía a las flaquezas de su cuerpo y a los enredos de su cabeza.
Al fin lo miró. Mejor le hubiera sido no haberlo hecho.
Hariel era cautivante en demasiadas maneras. Tenía aquel aire de oscuridad que en vez de alejar, atraía con la fuerza de un agujero negro, y con el poder de estos, parecía absorber la sensatez y arrastrar a la locura.
Pilly-Kabiel le había contado un día que al descender él a la tierra en la Grecia antigua, un grupo de mujeres que se bañaban en un río lo habían confundido con uno de sus míticos dioses. A Ziloe no le había extrañado, aún él le parecía digno de adoración, una profana, por supuesto. Decidida (en parte) a no dejarse tentar, Ziloe se puso en pie y le dio la espalda.
—Simplemente te fuiste —le recordó Hariel. Ziloe supo que le debía explicaciones, quisiera darlas o no—. Te marchaste y no miraste atrás. Ni siquiera sabía con certeza cómo te encontrabas, pues la hermandad te escondió muy bien de nuestra vista. Llevo años preguntándome lo mismo, Ziloe... ¿por qué?, ¿por qué lo hiciste?, ¿es por lo que soy...? Yo te amé a pesar de ser quien eras.
«No es por eso, claro que no, ¿acaso no reparaste en que no me importó quién ni qué fueras? ¿que me arriesgué y dejé por ti todo lo que conocía?»
Pero qué difícil ponerle voz a esos pensamientos cuando la culpa los acallaba.
—Lo sé, tienes todo el derecho a reprochármelo. Tuve miedo, Hariel —le confesó, todavía sin darse la vuelta—, estar contigo en la intimidad fue una experiencia fuerte. No eras tú, era lo que arrastrabas contigo, no pude con eso, y luego llegó Finn.
Él resoplo con enojo y Ziloe entendió que debía enfrentarlo, se giró despacio y buscó sus ojos.
—Hariel... —comenzó, pero él la interrumpió.
—Ziloe, cuando anoche te fuiste con Finniel, yo venía a decirte que... quería que... ¡Olvídalo!, soy un idiota.
—¡No! —exclamó ella—. Dímelo, ¿qué querías decirme?
Hariel posó su mirada rojiza en ella, sus iris parecían parpadear por la emoción que brillaba en ellos.
—Que iba a dejarlo todo si tú me acompañabas, que aunque nos buscaran por el resto de nuestras vidas en la tierra y en los cielos, estaba dispuesto a arriesgarme por ti. Para darle a lo nuestro la oportunidad que nos hurtaron.
Su declaración la conmovió. Después de su huida, después de su silencio, después de sus promesas rotas de amor eterno, él dejaría todo por ella.
—Hariel —susurró y dio los pasos necesarios para llegar hasta él.
Debió ponerse en puntas de pie para acariciarle la mejilla, como antes hizo él. Ese detalle pareció causarle gracia.
—Mi pequeña humana —murmuró al respecto.
Y Ziloe se perdió, como había estado temiendo. Se extravió ante aquella mirada que no se parecía a ninguna otra, en sus apetecibles labios entreabiertos, en su cuerpo alto, musculoso y fuerte. Se perdió en él, como lo hizo aquel día en el lago.
Algo debió ver en él su expresión, pues su mirada brilló con el fulgor de mil soles. Hariel la tomó de la nuca y la acercó despacio. El corazón de Ziloe le palpitaba a un ritmo vertiginoso cuando al fin sus labios se encontraron. Él le transmitió un poco de ese fuego del que estaba hecho, se lo dio a beber en la boca y ella lo absorbió anhelante, saciando así una sed que había estado escondida por demencial y peligrosa. Una de sus manos, la que no sostenía su nuca, comenzó a recorrerla. Se paseó atrevida por su espalda, hasta llegar donde esta termina, y no se detuvo allí, sino que siguió explorando.
El calor incendiaba su cuerpo, amenazaba con incinerarla en una combustión espontánea, mientras su otra mano entraba al juego, acariciando todo a su paso, desde lo más inocente hasta lo más íntimo, fuera de su ropa y después dentro. Se volvió loca. Lo atrapó de la cintura y lo pegó a su anatomía, que parecía estar formada de arcilla por la insistencia de Hariel en darle forma con sus manos.
—Hariel... —lo llamó en un murmullo, aunque más que un llamado pareció un ruego, ¿qué le estaba pidiendo?, ¿por cuál alivio clamaba?
—¿Qué...? —le preguntó Hariel cerca del oído. Y esta pregunta no parecía significar qué quería, sino cómo y dónde.
—Ámame —respondió, y no las sintió como palabras suyas; el que hablaba era el deseo, uno que él manejaba en los otros a voluntad.
Y como buen ángel que era Hariel atendió su súplica. Sus manos bajaron hasta la curva de su trasero y de allí la asió elevando su peso en el aire. La batalla por imponerse que libraban sus lenguas, no hallaba partidarios, pues el afán de conquista en ambos estaba equilibrado.
Las alas negras de Hariel la cubrieron y ella pudo imaginarse que serían una delicia para los amantes de lo gótico. El demonio y la mujer enredados apasionadamente. Sacrílego.
Tan enfrascada en sentir, Ziloe no oyó la puerta abriéndose, al parecer Hariel tampoco, y solo se percató cuando siguió la dirección de su mirada, Pilly-Kabiel los observaba desde el umbral.
—Lo s-siento —tartamudeó ella, y miró hacia otro lado.
Hariel la bajó y Ziloe hizo el pobre intento de acomodarse la ropa. Le ardía la cara de vergüenza.
—No importa, ¿qué sucede? —le respondió Hariel. Cuando Ziloe lo observó no pudo descifrar su expresión, ¿aquello era culpa?
Antes de que Pilly-Kabiel le respondiera se miraron un minuto, y Ziloe podía jurar que tuvieron una conversación sin palabras (como solían hacerlo antes) en la que ella quedó completamente excluida.
—Luzbell envió un mensaje... te buscan —le informó Pilly-Kabiel con cierta inestabilidad en la voz.
Hariel asintió, le dedicó a ella una mirada más y salió pasando al lado de Pilly-Kabiel, quien no se retiró y se la quedó mirando. Ziloe comprendió que era su hora de hacer preguntas.
Respiró profundo y trató de recuperar su compostura; era fácil por fuera, por dentro era un tema distinto.
«Bien, Ziloe, engañas a Hariel con Finn, y luego a Finn con Hariel y solo te escondes tras excusas».
Ziloe entendió que más que traicionarlos a ellos dos, se estaba traicionando a sí misma.  




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