En el refugio de sus alas

Capítulo dieciocho

Capilla de Saint Lucas, Inglaterra


ANA


El alba había despuntado hacía apenas dos horas, y el sol brillando aún tímido empezaba a filtrarse por las ventanas de la vieja capilla. En una de las tantas habitaciones que habían ocupado los sacerdotes décadas atrás, se encontraba descansando un ángel que a los ojos de Ana tenía una belleza que rayaba en lo imposible.
Finn estaba pálido por la pérdida de sangre y su respiración se percibía algo forzada. Ana había dormido a su lado, cuando Melezel lo acomodó en la amplia cama de dos plazas, custodió su vida el resto de la noche como si la muerte al verla a su lado, fuera a pedirle permiso o a explicarse de alguna manera. Lo hacía por la amable consideración que él le mostró al llegar, y también por su amiga nueva, por Ziloe.
Había tomado muy en serio su pedido, ya que sabía que solo estaba viva gracias a su intervención, Melezel le había narrado ese episodio con lujo de detalles.
Algunos rayos furtivos comenzaron a zigzaguear en su rostro y Ana tomó la decisión de levantarse; no había dormido mucho, poco más de una hora, porque, aunque sentía la necesidad, su mente intranquila no le permitía abandonarse al sueño. Ana se sentó en la cama y estiró los brazos para desperezarse. Observó un momento a Finn quien dormía pacíficamente; las vendas que Melezel y ella le pusieron estaban empapadas de sangre, razón por la cual se apresuró a salir de la cama.
—Vas a recuperarte, Finn —le susurró antes de dejarle un delicado beso en la frente.
Le acomodó las mantas que se habían deslizado de su torso, y calzándose un par de zapatos algo grandes y bastante viejos que encontró tirados (pues sus pies aún estaban sensibles), se dispuso a salir del cuarto. El primer paso le recordó el esguince, que luego del reposo parecía dolerle más que la noche anterior. Cojeó un poco mientras salía cerrando la puerta con cuidado para no despertar a Finn. Este cuarto estaba cercano a la cocina así que a ella se dirigió, convencida a su vez por cierto aroma culinario. Lo que olía tan bien era una sopa enlatada que Melezel estaba calentando en una desvencijada cocina.
Al oírla él se volteó con una sonrisa luminosa en el rostro.
—Ana, ya despertaste, buen día —la saludó—. Estaba haciendo el intento de calentar esta sopa, debes tener hambre, ¿no es así?
La sutil esencia del tomillo aunado al extracto de pollo y ajíes, le hizo recordar a Ana que sí, que tenía mucha hambre.
—Acabo de darme cuenta que así es —le confirmó ella, acercándose donde Melezel estaba.
Él puso la humeante preparación en un cuenco de melamina y se la entregó a Ana. Ella se sentó en un taburete y comenzó a probarla; del mismo bol, no había cubiertos y no era momento ni lugar para ponerse delicada. El calor de la sopa la reconfortó. Por el rabillo del ojo observó que Melezel la miraba asintiendo, enarcó la ceja en señal de duda.
—Que es importante que te alimentes bien —le respondió él como si hubiera formulado la pregunta.
Ana se terminó su desayuno rápidamente.
—Gracias, fue muy amable de tu parte, sabe Dios que lo necesitaba—le dijo, y luego notó que la venda de su hombro estaba tiñéndose de rojo—. Debiste descansar, quedarte quieto, tu hombro sangra de nuevo. Deja que te la cambie.
Melezel negó con la cabeza.
—Después, Ana, estoy bien, mi pierna esta sanando rápido y lo del hombro es solo por el movimiento. Pero sí me gustaría que me ayudaras con Kiel y Naciel, ellos están graves. Los atendí como pude anoche, pero debo volver para ver cómo evolucionan —le informó—. Nuestra naturaleza nos bendice haciéndonos sanar rápido, pero hay casos en los que las heridas se complican tanto como para comprometer nuestras vidas, por cierto, Ana, ¿Finniel aún duerme?
—Como un bebé —comparó Ana—, aunque parece costarle respirar, y hay que cambiarle las vendas.
—Bien. Él es muy fuerte, aunque esa única herida que tiene es bastante seria, tuvo una gran hemorragia —le dijo mientras colocaba una pava diminuta en la hornalla—. ¿Vigilas el agua?, es para que tomemos un té, nosotros no lo acostumbramos, pero tengo mucho frío, debe ser por la pérdida de sangre... ¿cuándo hierva me avisas?, yo me encargaré de Finniel.
Melezel se giró para irse, pero Ana lo detuvo de un brazo.
—Te propongo algo. Te ayudo a revisar y a cambiar a los tres, y después venimos y nos tomamos juntos el té.
Él sonrió; era un chico tierno, a Ana le recordaba mucho a su hermana.
—Sí, es una buena idea, aparte por lo poco que vi eres muy hábil para estas cosas.
Juntos buscaron en el baño una palangana y en el botiquín vendas y antisépticos. Melezel los había conseguido mientras dormía (al parecer igual que al té y a la sopa), pero no especificó cómo ni dónde.
Para llegar a las habitaciones finales donde se encontraban los ángeles heridos, Ana y Melezel tuvieron que pasar por la antigua zona de misa, esa en la que se desató la sangrienta batalla la noche anterior. Lo que vio, o más bien lo que no, la llevó a hacerle una pregunta.
—¿Dónde pusiste los cuerpos? —La visión de aquellos ángeles sin vida regados por el suelo la había perseguido hasta en sus sueños—, ¿los enterraste?
—Oh, no, Ana —dijo Melezel dándole una breve mirada—, nuestros cuerpos no se corrompen como los suyos al morir, después de unas horas simplemente se diluyen convirtiéndose en luz, una luz viva que flota alrededor del Padre por toda la eternidad.
Ana meditó en esa cuestión por algunos segundos.
—¡Vaya, eso es hermoso! —expresó luego, dando a conocer su parecer—. Digo, morir para renacer en algo distinto, pero aún conservando esa esencia celestial, es bello, y también, poético.
Melezel se detuvo al escucharla.
—Sí, lo es —concordó contemplándola con admiración—, y lo has expresado maravillosamente bien. Muchos de mis hermanos ven con pesadumbre nuestra conversión, pero yo creo lo mismo que tú, que es sublime.
Se sonrieron como gesto de mutuo entendimiento para luego seguir avanzando hacia los cuartos al final del pasillo. Entraron en una habitación parecida a la que antes alojó a Ziloe, larga y repleta de camas, pero con una única diferencia, esta, en vez de tener solo una ventana mediana, tenía dos grandes con vidrios repartidos; los tibios rayos solares chispeaban en ellos dibujando en los muros multitud de formas esféricas. Los dos guardianes convalecían uno al lado del otro.
Naciel, el primero que atendieron, tenía muchas y diversas heridas, tantas que a Ana le sorprendió que siguiera con vida.
—Es la voluntad del Padre, Ana —le dijo Melezel cuando ella le expresó su asombro—, quien vive, quien muere. Pero ten algo por seguro, nadie nace sin un propósito y nadie muere sin una razón. Eres pura de alma, por eso algún día tus ojos lo verán. El fin de la vida aquí solo es el comienzo de otra mucho más gloriosa allá.
Ana evocó aquello en su mente, esa vida después de la vida, y sonrió encantada. Llevó su mano a su vientre y le hizo una promesa al niño que llevaba dentro.
«Llegará el día en el que te relate sobre mis vivencias en esta época de temor y dudas, llegará el día en el que te comparta sobre esta nueva fe que he encontrado».




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